Celibato eclesiástico

Feb 4, 2012 | Artículos y publicaciones

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CELIBATO ECLESIÁSTICO

Celibato eclesiástico. No se opone a ninguna ley. No es imposible.

¿Por qué les está prohibido a los sacerdotes contraer matrimonio? ¿Dónde se habla del celibato eclesiástico en la Biblia? ¿No eran casados los sacerdotes de la primitiva Iglesia? ¿Cuándo empezó a estar en vigor el celibato? ¿No es cierto que a los sacerdotes orientales se les permite casarse?
El celibato eclesiástico no es precepto alguno divino, ni tampoco ley natural; ni siquiera es un dogma de la Iglesia católica. Es sencillamente una ley obligatoria de la Iglesia romana, impuesta con miras a la dignidad y a los deberes del sacerdocio. Jesucristo, «el príncipe de los vírgenes», como lo llamó Metodio, obispo de Olimpo, ensalzó sobre manera la virginidad. Dijo en una ocasión: «No todos somos capaces de esta resolución, sino aquellos a quienes se les ha concedido…, y hay eunucos que se hicieron de propósito eunucos (con el voto de castidad) por amor del reino de los cielos» (Mat XIX, 11-13).
Estando el Señor devolviendo al matrimonio su puridad primitiva, y prohibiendo el divorcio aun en caso de adulterio (Mat XIX, 6), los discípulos le objetaban la dureza de semejante doctrina y argüían que, en tal caso, era preferible no casarse. Jesucristo aprovechó aquella oportunidad para aconsejar el celibato por amor del reino de los cielos. El divorcio les está prohibido a todos los cristianos absolutamente; al contrario, el celibato no es más que un consejo, y para la flor y nata únicamente. De estas palabras de Jesucristo nació el ascetismo cristiano, pues el elemento esencial del ascetismo es la virginidad. Se puede dar el ascetismo sin la práctica de la pobreza, de la obediencia y de la mortificación; pero sin virginidad, ni existe ni puede existir.
San Pablo vivió célibe y recomendó a otros lo mismo, aunque como Jesucristo, nunca lo impuso por obligación. «Me alegrara que fueseis todos tales como yo mismo; mas cada uno tiene de Dios su propio don: quién de una manera, quién de otra, pero yo digo a las viudas y a las personas no casadas: bueno les es si así permanecen, como también permanezco yo» (1 Cor VII, 7-8). Sin embargo, para hacer ver que el celibato no es cosa de obligación, dice más abajo: «En cuanto a los vírgenes, no tengo precepto del Señor; doy, sí, consejo… Juzgo que es ventajoso al hombre no casarse. ¿Estás ligado a una mujer? No busques quedar desligado. ¿Estás sin tener mujer? No busques el casarte. Si te casares, no por eso pecas. Y si una doncella se casa, tampoco peca… El que no tiene mujer anda únicamente solícito de las cosas del Señor, y en lo que ha de hacer para agradar a Dios. Al contrario, el que tiene mujer anda afanado en las cosas del mundo, y en cómo ha de agradar a la mujer, y así se halla dividido» (25-28, 32-33).
San Juan, en el Apocalipsis, no tiene más que palabras de alabanza para la virginidad: «Y cantaban como un cantar nuevo delante del trono… Estos son los que no se mancillaron con mujeres, porque son vírgenes. Estos siguen al Cordero doquiera que vaya. Estos fueron rescatados dentro de los hombres como primicias escogidas para Dios y para el Cordero. Ni se halló mentira en su boca, porque están sin mácula delante del trono de Dios» (Apocalipsis XIV, 3-5).
A medida que la Iglesia se desparramaba por las provincias del Imperio romano, surgían acá y allá cristianos heroicos que se abrazaban voluntariamente con el celibato, así como con los otros dos consejos del Señor no menos difíciles de guardar, a saber: pobreza y obediencia; y estos tres consejos eran fielmente guardados por innumerables almas buenas ya en el siglo II. Cuando San Ignacio de Antioquía era llevado a Roma para ser martirizado, escribió en el camino varias cartas a diferentes Iglesias, y en la que escribió a Esmirna manda saludos especiales a los que guardaban la virginidad. Ya entonces (año 115) la virginidad era reconocida como un estado de vida permanente, y los cristianos la honraban sobre manera. Tanto era así, que no faltaron algunos de estos ascetas que se consideraban superiores en virginidad al obispo. Cuando San Ignacio se enteró de ello, escribió otra carta a San Policarpo, mandándole que atajase pronto aquel brote de orgullo. En la doctrina de los apóstoles (100) se pone a los profetas como modelos de virginidad y continencia (11, 12).
Hermas nos dice que vivía con su mujer como si fueran hermanos, y que esta continencia le había acarreado muchas gracias de Dios. San Justino, mártir (165), después de pintar con vivos colores la inmoralidad de los paganos, dice así: «Cuando nosotros contraemos matrimonio, lo hacemos para engendrar hijos; cuando renunciamos al matrimonio, guardamos con perfección la continencia.» (1 Apol 29). Y más abajo habla del gran número de cristianos que practican el celibato (XIV, 2; XV, 6).
Otro apologeta ilustre de los primeros siglos, Taciano (120-200), se complace en hacer hincapié en la pureza de los ascetas cristianos, «cuyos cuerpos no tienen mancha por la virginidad perpetua que guardan que se han abrazado con el celibato movidos únicamente por el deseo de juntarse y unirse más íntimamente con Dios» (Orat ad Graec 32). Si ya a los principios se contaban por millares los que practicaban el celibato voluntariamente «por el reino de los cielos», imitando así a Jesucristo y a su Santísima Madre, ¿no convenía que en este punto fuesen a la cabeza los jefes, es decir, los obispos, los sacerdotes y los diáconos? De hecho, había muchos clérigos que vivían célibes, aunque les estaba entonces permitido casarse.
Tertuliano (200), para disuadir a una viuda que quería volver a contraer matrimonio, le recuerda el gran número de ordenados que vivían continentes y que habían escogido a Dios por esposo» (De Exh Cas 13).
Orígenes (185-255), comparando los sacerdotes del Antiguo Testamento con los del Nuevo, dice que aquéllos no se obligaban a guardar continencia más que durante el período de sus servicios en el templo, mientras que los del Nuevo Testamento no conocen tales limitaciones. Luego contrasta la paternidad espiritual de los sacerdotes cristianos con la paternidad natural de los sacerdotes judíos (In Lev 6, 6).
En el siglo IV nos hablan del celibato eclesiástico Eusebio, San Cirilo de Jerusalén, San Jerónimo y San Epifanio. Dicen que era práctica común en Egipto, en el Oriente y en Roma; que la Iglesia tenía en mucha estima el tal celibato, y que, gracias a él, los clérigos podían entregarse en cuerpo y alma a su sagrado ministerio. No negamos que entonces se ordenaba a no pocos casados, pero eso obedecía a que aún no se había promulgado ley alguna sobre esta materia. Sin embargo, ya notó el historiador Sócrates que en Tesalia, Macedonia y Grecia eran depuestos los sacerdotes que rehusaban apartarse de sus mujeres (Hist ecles 5, 22; 440).
La primera ley eclesiástica que puso en vigor el celibato eclesiástico fue el canon 33 del Concilio de Elvira, en España, hacia el año 300. Los obispos, sacerdotes y diáconos que rehusasen despedir a sus mujeres y engendrasen hijos debían ser depuestos. El Papa Siricio (384-399) expidió un decreto semejante en el Concilio de Roma y escribió cartas a España y a Africa insistiendo en la observancia del decreto. Poco más tarde, el Papa Inocencio I (402-417) escribió cartas parecidas a los obispos Victricio, de Rouen, y Exuperio, de Tolosa, y en tiempo de León el Grande (440-461) era obligatoria en todo el Occidente la ley del celibato eclesiástico.
En Oriente se procedió en esto con más lentitud. El Concilio de Ancira de Galacia (314) permitió contraer matrimonio a los diáconos que antes de ser ordenados declaraban que no pretendían vivir célibes. El Concilio de Neo-Cesarea, en Capadocia (315), prohibió a los sacerdotes casarse segunda vez, bajo pena de deposición. El Concilio de Nicea (325), aunque no aprobó ley alguna en lo referente al celibato, prohibió a los clérigos tener en sus casas mujeres que pudieran excitar las sospechas del pueblo, permitiéndoles únicamente personas de quienes nadie pudiera sospechar, tales como la madre, las hermanas y otros miembros de la familia. La Constitución Apostólica (400) prohibió a los obispos, sacerdotes y diáconos casarse una vez ordenados, aunque les permitía vivir con sus mujeres. Más aún,: en el canon 6 se prohibe a los obispos y sacerdotes despedir a sus mujeres «bajo el pretexto de piedad». Más tarde, en tiempos del emperador Justiniano (527-565), se exigió el celibato a los obispos.
A mediados del siglo VII se hizo general la costumbre de permitir a los sacerdotes y diáconos vivir con las mujeres con quienes se habían casado antes de ser ordenados, costumbre que fue solemnemente sancionada en el Concilio de Trullo el año 692. Esta es la ley que rige aún en las Iglesias orientales, con ligeras modificaciones. Los cismáticos rusos y armenios, en general, hacen distinción entre los sacerdotes y los obispos; pues a los primeros los escogen de entre los casados, o, mejor dicho, prefieren que el ordenado esté casado, mientras que a los obispos los escogen de entre los monjes que son célibes. A los sacerdotes les está prohibido casarse en segundas nupcias. Sólo los nestorianos permiten a los sacerdotes y a los diáconos casarse después de ordenados.

Parece que el celibato es imposible, como puede verse por lo que los penitentes declaran en la confesión. Además, ¿no es cierto que el celibato es contra la naturaleza? A mí me parece que los sacerdotes debieran casarse, pues en el padre se desarrolla más el sentido de ternura y cariño, y con su experiencia personal, puede enseñar la religión con más eficacia.
Es falso que el celibato sea imposible. Ahí están para desmentirlo las legiones, siempre en aumento, de sacerdotes seculares, religiosos y religiosas, que adornan con su virginidad a la Iglesia, especialmente en el Occidente. No queremos decir que no haya habido ningún escándalo en este particular, pues debajo de la sotana y del hábito religioso se esconde el hombre de carne y hueso con sus pasiones y malas inclinaciones; pero deleitarse en escarbar y ahondar en los casos aislados que forzosamente tienen que ocurrir, dada la miseria humana, es, por no decir otra cosa, imitar al escarabajo, que busca el estiércol para alimentarse.
Es de todos sabido que ha habido en la Historia algunas épocas un tanto decadentes, como, por ejemplo, la que sucedió a la desmembración del Imperio de Carlomagno. Debido a las circunstancias anormales del feudalismo y otros males naturales, el celibato padeció menoscabo en Europa, y no eran pocos los clérigos que vivían en concubinato. Pero aun entonces, la voz de los Papas resonó en todos los ámbitos de la cristiandad condenando implacablemente el concubinato de los clérigos e iniciando la reforma que tuvo lugar más tarde.
Merecen mención honorífica entre los Papas de entonces San Gregorio VII (1073-1085), Urbano II (1088-1099) y Calixto II (1119-1124). El I Concilio de Letrán (1123) declaró inválidos todos los matrimonios contraídos después de las sagradas Ordenes, y éste fue el principio de la renovación del celibato en Occidente. No es menester saber mucha Historia para ver que en Occidente se ha observado con fidelidad el celibato eclesiástico para la mayor parte de los clérigos desde el siglo IV hasta nuestros días. Los únicos que han dicho que el celibato es imposible y contra la naturaleza, fueron aquellos señores feudales, mitad obispos y mitad príncipes, a quienes siguieron más tarde Lutero y los seudorreformadores del siglo XVI.
El sermón que predicó Lutero sobre el matrimonio (Grisar, Lutero, 3, 242) es una muestra clara de la indecencia que se había apoderado del monje apóstata.
No, el celibato no es imposible, pues Dios da con abundancia gracia a los sacerdotes para que vivan castamente. La celebración diaria de la misa, el rezo diario del Oficio divino, la meditación frecuente de las verdades eternas, los consuelos que se derivan del confesonario, el ayudar a morir y otros ejercicios de caridad y devoción, son ayudas eficaces que mantienen al sacerdote fiel a sus votos. Además, el sacerdote no es un cualquiera, sino que ha sido probado y ejercitado en ciencia y virtud durante los años de su carrera sacerdotal, vigilado de cerca por superiores celosos que sólo dan su voto de aprobación cuando el joven seminarista ha dado pruebas inequívocas de solidez en la virtud.
A decir verdad, basta dar un adarme de sentido común para refutar a los que dicen que el celibato es imposible. Porque, vamos a ver: ¿son impuros los jóvenes solteros de uno y otro sexo, los que por una razón o por otra nunca se han casado, los viudos y viudas? ¿Están obligados a cometer adulterio los esposos que por negocios o por otros motivos tienen que vivir largos períodos de tiempo separados de sus esposas? ¡Si el celibato es imposible! Decir que sí a estas preguntas es tildar de inmundos al hermano, a la hermana, al tío, a la tía, al padre y a la madre. Y no creemos que nadie toleraría semejante insulto a un miembro tan cercano de la familia. Sin embargo, nos hacemos cargo perfecto cuando oímos estas acusaciones de boca de un vicioso e impuro. Ya dice el refrán «que piensa el ladrón que todos son de su condición».
Otros dicen que el celibato es contra la Naturaleza. Tienen toda la razón si por naturaleza entienden la naturaleza baja del hombre, con sus inclinaciones sensuales y corrompidas, esa naturaleza de la que dijo San Pablo que está haciendo guerra perpetua «a la ley de la mente» (Rom VII, 23); pero se equivocan de medio a medio si creen que para ser uno puro no tiene más remedio que casarse. Se cuentan a millares los hombres y las mujeres que han renunciado al matrimonio por fines que no son puramente espirituales, y, sin embargo, han vivido una vida pura y ejemplar. Todos conocemos y hemos conocido a hombres que no se han casado por ayudar a su madre viuda y con hijos pequeños, y mujeres que han hecho otro tanto ayudando a su padre viudo con familia numerosa. ¿Sería justo calumniarlos por haber violado las leyes de la Naturaleza?
Y no olvidemos que la virginidad ha sido tenida siempre en gran estima aun por los paganos, como puede verse con sólo abrir los anales de Roma, Grecia, las Galias y el Perú.
Los escándalos aislados que han ocurrido a través de las edades no prueban nada contra lo que venimos diciendo, pues tampoco han faltado escándalos entre clérigos casados, ya sean éstos cismáticos rusos, luteranos alemanes o pastores de cualquiera de las sectas norteamericanas.
La experiencia de muchos años y muchos siglos ha enseñado a la Iglesia que el clero célibe puede hacer, y de hecho hace, por la gloria de Dios mucho más que el clero casado. La mujer y los hijos restan muchas energías al sacerdote, energías que pueden ser empleadas en negocios puramente espirituales. Esto es tan evidente, que parece mentira que haya quien lo pueda poner en duda. Por eso han sido muchos los protestantes que me han confesado ingenuamente la superioridad del celibato, especialmente cuando se trata de misioneros entre infieles.
En cuanto a la última dificultad, remitimos a los lectores a las decisiones de los tribunales civiles. Es falso que el casado tenga un carácter más amable y cariñoso que el célibe. Tantos crímenes y atropellos comete el casado como el soltero. El sacerdote fiel a sus votos y obligaciones es la persona más amable y caritativa de todos los mortales; le quieren con desinterés lo mismo los niños que los viejos, y le veneran y admiran los ricos y los pobres, los rústicos y los instruidos. Finalmente, decir que el sacerdote debiera casarse para enseñar la religión con más eficacia, es como decir que el médico debiera gustar y saborear todas las medicinas antes de prescribírselas a los enfermos.

¿No es cierto que Dios nos mandó «crecer y multiplicarnos»? (Gén 1, 23).
Estas palabras que Dios dijo a nuestro primer padre Adán son una bendición universal sobre el género humano, que se había de propagar y cubrir el globo merced a la institución divina del matrimonio. Es un mandato general, no individual. Nadie tema que se acabe el mundo por el celibato de los sacerdotes. Las naciones más prolíferas han sido siempre las naciones católicas, por la estima grande que tienen al sacramento del Matrimonio y por la santidad con que lo guardan. El verdadero peligro está en contraer matrimonio con intención expresa de no tener hijos. Las palabras del Génesis, como no van dirigidas a cada individuo en particular, no condenan, ni mucho menos, al hombre o a la mujer que se abstenga de casarse.

¿No es cierto que San Pedro estaba casado? (Mateo VIII, 14).
Supongamos que la palabra ambigua penzera está bien traducida y que San Pedro estuvo casado; bien, ¿y qué? Ya dijimos que el celibato no es ley divina, sino ley eclesiástica, que no fue puesta en vigor hasta el siglo IV. San Pedro se casó antes de ser apóstol, y Jesucristo vino precisamente a decirnos, entre otras cosas, que, aparte de los mandamientos, hay otros preceptos de más subidos quilates. Ahora bien: la Iglesia ha creído siempre que el celibato voluntario por el reino de los cielos es una imitación de Cristo, más perfecta que el matrimonio, y por eso ha querido que sus clérigos sean célibes. Además, sabemos por San Jerónimo que San Pedro ya no vivía con su mujer desde que fue llamado por Cristo al apostolado (Epist 48, ad Pamm). San Pedro mismo dijo de sí que había dejado todas las cosas (Mat XIX, 27). También cree San Jerónimo que la mujer de San Pedro ya había, probablemente, fallecido cuando ocurrió el milagro referido por San Mateo (VIII, 14-15), pues de lo contrario debía haber sido, por fuerza, mencionada por el evangelista.

¿No dijo San Pablo: «Evitad la fornicación, y tenga para ello cada uno su mujer»? (1 Cor VII, 2)
San Pablo no quiso decir con esto que todos debiéramos casarnos. Muchos comentadores, siguiendo a Santo Tomás, creen que lo que el apóstol pretendió fue urgir el matrimonio a los que no se sienten con fuerzas para vivir continentes. Parece, sin embargo, más probable que no habla aquí el apóstol de contraer o no matrimonio, sino que manda a los cristianos que usen del matrimonio como Dios manda y eviten los pecados del adulterio y otros pecados contra la Naturaleza (1 Cor VII, 2-7). «Tener mujer» nunca significa en la Biblia «tomar mujer». Pues, en cuanto a las palabras «su mujer», se ve claro que ésta ya está casada. «Tenga cada uno su mujer» equivale a «sea cada uno fiel a su mujer».

San Pablo dice que «es mejor casarse que abrasarse» (1 Cor VII, 9).
Así es, ciertamente. Habla aquí el apóstol con los solteros y las viudas, y los aconseja que, si se sienten con fuerzas para seguir a Cristo en el celibato, como hace él, que no se casen; pero si no se casan para vivir más a sus anchas en toda clase de vicios sin las trabas de la mujer y los hijos, o si el no casarse es para ellos cosa tan pesada que pasan la vida abrasados en deseos impuros y carnales, entonces, ciertamente, «mejor es casarse que abrasarse». Pero ¿dónde está aquí el mandato expreso de que todos debemos casarnos?

¿No dijo expresamente San Pablo que él estaba casado? (1 Cor 9, 5)
No, señor. Al contrario, en el capítulo VII, versículo 8 de la misma epístola, dice positivamente que él no está casado. La palabra latina mulier de este pasaje, en el griego no significa «esposa», sino mujer a secas. San Jerónimo, refutando a Joviniano (1, 14), dice que el apóstol se refiere aquí a las santas mujeres que, según la costumbre judía, adoptada por el mismo Jesucristo, acompañaban a los maestros religiosos y los servían y ayudaban.

¿No dijo San Pablo que los obispos y los diáconos deben estar casados? (1 Tim III, 12; Tito 1, 6)
San Pablo no quiso decir que todos los obispos y diáconos debían estar casados, ya vimos que él no lo estaba, sino que no debían ser ordenados si habían contraído matrimonio en segundas nupcias. Aun hoy día es impedimento para las Ordenes haber estado casado dos veces.

Dice San Pablo que prohibir el matrimonio es doctrina del demonio (1 Tim IV, 1-3).
San Pablo está aquí hablando contra los gnósticos de su tiempo, que condenaban el matrimonio como si éste fuese un mal en sí, y decían que el hombre podía hacerse señor de la materia si se dejaba por completo a la voluntad y capricho de sus pasiones. Si San Pablo viviese hoy, condenaría implacablemente como doctrina satánica el celibato del vicioso y libertino, y no tendría más que alabanzas para el celibato de los que son continentes por el reino de los cielos.

Parece que la ley eclesiástica del celibato empequeñece el matrimonio.
De ninguna manera. Aunque la Iglesia ensalza el celibato, no por eso tiene en poco al matrimonio; al contrario, lo tiene y considera como uno de los siete sacramentos, instituido por Jesucristo. Por eso condena con tanta severidad el adulterio, el divorcio, la poligamia y el control de la natalidad, vicios todos opuestos a la verdadera doctrina del matrimonio.
La virginidad es para la flor y nata de la sociedad, mientras que el matrimonio es para la mayoría; los dos estados son santos, aunque de manera diferente. Las sectas protestantes, al desechar el consejo evangélico de la virginidad, no han parado en sus tumbos cuesta abajo hasta degradar el mismo matrimonio con las doctrinas paganas del divorcio y de la limitación de la familia. En cambio, la Iglesia católica ha sido siempre fiel a la doctrina de Cristo. «Lo que Dios juntó, que no lo separe el hombre» (Mat XIX, 6). «Se salvará la mujer criando hijos» (1 Tim II, 16). «Se han hecho eunucos por el reino de los cielos. El que quiera entender, que entienda» (Mat XIX, 12).

BIBLIOGRAFIA.
Apostolado de la Prensa, Para qué sirven los curas.
Debrel, Vocación de los jóvenes.
Hoornaert, El combate de la pureza.
L. Bayo, La castidad virginal.
Merino, Cura y mil veces cura.
Valls, Manual de Pedagogía eclesiástica.
Bertrans, El celibato eclesiástico.

P. Manuel Martínez Hernández (Fundación Vicente Ferrer)