Homilia Bemedicto XVI en el día de la vida consagrada 2011

Feb 5, 2011 | Documentos eclesiales

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Homilía de Benedicto XVI en el Día de la Vida Consagrada
Misa celebrada en la Basílica de San Pedro

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 2 de febrero de 2011 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la homilía que el Papa Benedicto XVI pronunció por la tarde en las Vísperas solemnes celebradas en la Basílica de San Pedro, con motivo de la Fiesta de la Presentación del Señor y Día de la Vida Consagrada.

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¡Queridos hermanos y hermanas!

En la Fiesta de hoy contemplamos al Señor Jesús a quien María y José presentan en el templo “para ofrecerlo al Señor” (Lc 2,22). En esta escena evangélica se revela el misterio del Hijo de la Virgen, el consagrado del Padre, venido al mundo para cumplir fielmente su voluntad (cfr Hb 10,5-7).

Simeón lo señala como “luz para iluminar a los pueblos” (Lc 2,32) y anuncia con palabras proféticas su ofrecimiento supremo a Dios y su victoria final (cfr Lc 2,32-35). Es el encuentro de los dos Testamentos, el Antiguo y el Nuevo. Jesús entra en el antiguo templo, Él, que es el nuevo Templo de Dios: viene a visitar a su pueblo, llevando a cumplimiento la obediencia a la Ley e inaugurando los últimos tiempos de la salvación.

Es interesante observar de cerca esta entrada del Niño Jesús en la solemnidad templo, en un gran ir y venir de muchas personas, ocupadas en sus asuntos: los sacerdotes y los levitas con us turnos de servicio, los numerosos devotos y peregrinos, deseosos de encontrarse con el Dios santo de Israel. Ninguno de estos sin embargo se entera de nada. Jesús es un niño como tantos otros, hijo primogénito de dos padres muy sencillos. Tampoco los sacerdotes resultan capaces de captar los signos de la nueva y particular presencia del Mesías y Salvador. Solo dos ancianos, Simeón y Ana, descubren la gran novedad. Llevados por el Espíritu Santo, encuentran en ese Niño el cumplimiento de su larga espera y vigilancia. Ambos contemplan la luz de Dios, que viene a iluminar el mundo, y su mirada profética se abre al futuro, como anuncio del Mesías: Lumen ad revelationem gentium! (Lc 2,32). En la actitud profética de los dos ancianos está toda la Antigua Alianza que expresan la alegría del encuentro con el Redentor. A la vista del Niño, Simeón u Ana intuyen que es precisamente Él el Esperado.

La Presentación de Jesús en el templo constituye un icono elocuente de la entrega total de la propia vida para quienes, hombres y mujeres, son llamados a reproducir en la Iglesia y en el mundo, mediante los consejos evangélicos, “los rasgos característicos de Jesús virgen, pobre y obediente” (Exhort. ap. postsinod. Vita consecrata, 1). Por ello la Fiesta de hoy fue elegida por el venerable Juan Pablo II para celebrar la Jornada anual de la Vida Consagrada. En este contexto, dirijo un saludo cordial y agradecido a monseñor João Braz de Aviz, a quien hace poco nombré prefecto de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, con el secretario y los colaboradores. Con afecto saludo a los Superiores Generales presentes y a todas las personas consagradas.

Quisiera proponer tres breves pensamientos para la reflexión en esta fiesta.

El primero: el icono evangélico de la Presentación de Jesús en el templo contiene el símbolo fundamental de la luz; la luz que, partiendo de Cristo, se irradia sobre María y José, sobre Simeón y Ana y, a través de ellos, sobre todos. Los Padres de la Iglesia unieron esta irradiación al camino espiritual. La vida consagrada expresa ese camino, de modo especial, como “filocalía”, amor por la belleza divina, reflejo de la bondad de Dios (cfr ibid., 19). Sobre el rostro de Cristo resplandece la luz de esa belleza. “La Iglesia contempla el rostro transfigurado de Cristo, para conformarse en la fe y no correr el riesgo de perderse ante su rostro desfigurado en la Cruz … ella es la Esposa ante el Esposo, partícipe de su misterio, envuelta por su luz, [por la cual] son alcanzados todos sus hijos … Pero una experiencia singular de la luz que emana del Verbo encarnado la hacen ciertamente los llamados a la vida consagrada. La profesión de los consejos evangélicos, de hecho, los pone como signo y profecía para la comunidad de los hermanos y para el mundo” (ibid., 15).

En segundo lugar, el icono evangélico manifiesta la profecía, don del Espíritu Santo. Simeón y Ana, contemplando al Niño Jesús, ven su destino de muerte y de resurrección para la salvación de todas las gentes y anuncian tal misterio como salvación universal. La vida consagrada está llamada a ese testimonio profético, ligada a su doble actitud contemplativa y activa. A las consagradas y consagrados se les ha concedido manifestar el primado de Dios, la pasión por el Evangelio practicado como forma de vida y anunciado a los pobres y a los últimos de la tierra.

“En virtud de este primado nada puede ser antepuesto al amor personal por Cristo y por los pobres en los que Él vive. La verdadera profecía nace de Dios, de la amistad con Él, de la escucha atenta de su Palabra en las distintas circunstancias de la historia” (ibid., 84).En este sentido la vida consagrada, en la día a día en los caminos de la humanidad, manifiesta el Evangelio y el Reino ya presente y activo.

En tercer lugar, el icono evangélico de la Presentación de Jesús en el templo manifiesta la sabiduría de Simeón y Ana, la sabiduría de una vida dedicada totalmente a la búsqueda del rostro de Dios, de sus signos, de su voluntad, una vida dedicada a la escucha y al anuncio de su Palabra. “Faciem tuam, Domine, requiram: tu rostro Señor, yo busco (Sal 26,8) … La vida consagrada es en el mundo y en la Iglesia signo visible de esta búsqueda del rostro del Señor y de los caminos que conducen a Él (cfr Jn 14,8). La persona consagrada testifica, por tanto, el esfuerzo gozoso y a la vez laborioso, de la búsqueda asidua y consciente de la voluntad de Dios” (cfr Cong. Para los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica, Istr. El servicio de la autoridad y la obediencia. Faciem tuam Domine requiram [2008], 1).

Queridos hermanos y hermanas, escuchad asiduamente la Palabra, porque ¡toda sabiduría de vida nace de la Palabra del Señor! Escrutad la Palabra a través de la lectio divina, porque la vida consagrada “nace de la escucha de la Palabra de Dios y acoge el Evangelio como su norma de vida. Vivir en la estela de Cristo casto, pobre, obedientes en este sentido una “exégesis” de la Palabra de Dios. “El Espíritu Santo, en virtud del que ha sido escrita la Biblia, es el mismo que ilumina con luz nueva la Palabra de Dios a los fundadores y fundadoras. De ella ha brotado cada carisma y de ella quiere ser expresión cada regla, dando origen a itinerarios de vida cristiana marcados por la radicalidad evangélica”. (Ex. ap. postsinodal Verbum Domini, 83)

Vivimos hoy, sobre todo en las sociedades más desarrolladas, una condición a menudo señalada por un pluralismo radical, por una progresiva marginación de la religión de la esfera pública, por un relativismo que afecta a los valores fundamentales. Esto exige que nuestro testimonio cristiano sea luminoso y coherente y que nuestro esfuerzo educativo sea cada vez más atento y generoso. Vuesra acción apostólica en particular, queridos hermanos y hermanas, se convierta en una tarea de vida, que acceda, con perseverante pasión, a la Sabiduría como verdad y como belleza, “esplendor de la verdad”. Sabed orientar con la Sabiduría de vuestra vida y con la confianza en las posibilidades inagotables de la educación verdadera, la inteligencia y el corazón de los hombres y de las mujeres de nuestro tiempo hacia la “vida buena del Evangelio”.

En este momento mi pensamiento va con especial afecto a todos los consagrados y las consagradas, en todas las partes del mundo, y los encomiendo a la Beata Virgen María:

Oh María, Madre de la Iglesia,

confío a ti toda la vida consagrada,

para que obtenga la plenitud de la luz divina:

que viva en la escucha de la Palabra de Dios,

en la humildad para seguir la estela de Jesús tu Hijo y nuestro Señor,

en la acogida de la visita del Espíritu Santo,

en la alegría cotidiana del Magnificat,

para que la Iglesia sea edificada por la santidad de vida

de estos tus hijos e hijas,

en el mandamiento del amor. Amen

[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez