LA FASCINANTE MATILDE DE CANOSA, DEFENSORA DE LA LIBERTAD DE LA IGLESIA
Muy probablemente una de las mujeres más extraordinarias de todos tiempos, Matilde de Canosa, que se vio metida de lleno en la lucha de la Iglesia y el Imperio, supo llevar a cabo su misión sin pensar en sí misma ni en sus intereses particulares, sino más bien al contrario mostrando haber comprendido muy bien el sentido profundo de la vida que debería tener todo verdadero cristiano.
Como indómita y orgullosa guerrera la presenta el monumento de Lorenzo Bernini, colocado sobre su tumba, que se halla en la Basílica de San Pedro del Vaticano. No hay que olvidar por otro lado que el nombre, Matilde, de origen germánico, significa, precisamente, «potente en la batalla», y se puede decir que, en su caso, el nombre fue auténticament profético. Efectivamente la importancia de esta mujer fue determinante en la historia de Italia, de la Iglesia y de Europa, aunque para valorar adecuadamente su papel en la historia hay que separar la realidad de las leyendas que rodean su figura, lo que no siempre es fácil.
Pero, ¿Quién era Matilde de Canosa?
Matilde de Canosa nació en el seno de una poderosa familia cristiana. Su padre, el marqués Bonifacio, era señor de un territorio de grandes dimensiones que se extendía en Italia desde la precordillera de los Alpes brescianos hasta el Lacio septentrional, por abajo. Siendo ella una niña, en el año 1052, el marqués fue asesinado, cuando estaba cazando en una de sus tantas florestas próximas al Po. Corrieron diferentes conjeturas sobre el motivo de su muerte, pero nunca se logró conocer la verdad. El hecho es que dejó el gobierno de sus tierras en manos de las dos mujeres de su casa, Beatriz y Matilde.
Asesinado Bonifacio, las dos mujeres se sintieron muy solas, en apuros con su vasto dominio, que reunía gran diversidad de lenguas, costumbres, formas de gobierno y sociedades, que contribuían a formar un verdadero mosaico, que se había mantenido unido hasta entonces casi exclusivamente debido a la férrea voluntad del padre de Matilde. La esposa del marqués era de sangre alemana, prima del rey emperador, y regresó con su hija a Lorena, su patria de origen, donde permanecieron un tiempo, mientras la pequeña crecía. De vuelta en Italia, hubo muchos problemas que enfrentar. En lo personal, Matilde deseaba convertirse en esposa de Cristo. Muchos nobles y reyes medievales compartieron su mismo deseo de relación de la vida activa y la contemplativa, una anticipación del Paraíso en la tierra, un deseo de terminar la propia existencia en los claustros monacales iluminados desde lo alto, circundados de bellas columnas en su espacio cuadrangular, resonantes de cantos, atravesados por religiosos absortos en Dios. Durante siglos este fue un gran deseo de los gobernantes piadosos. Muchos terminaron efectivamente así sus días.
Aunque el deseo de Matilde era este ante que ningún otro, las cosas se encaminaron de forma muy distinta: Gregorio VII la había disuadido de entrar en el convento, en los mismos años en los cuales reprochaba al abate de Cluny haber acogido como monje al rico duque Hugo de Borgoña. «La caridad no va en busca de la satisfacción personal»; ésta fue la frase lapidaria que Gregorio opuso a quienes, entre los poderosos, daban la espalda al mundo en que tenían grandes deberes pendientes, para refugiarse en el sosiego monástico. A cambio, pues, ella que se había convertido en una bella joven, debía contraer matrimonio con Godofredo el Jorobado, un hombre feo y deforme que la hizo sumamente infeliz. Esta solución había sido inducida por razones políticas, como sucedió más tarde con el segundo marido, Güelfo de Baviera. También esta experiencia fue triste para Matilde, que se encontró desposada con un joven de 16 años cuando ella ya rondaba los 40. Ambos matrimonios fracasaron.
Pero esta situación pareció ser nada en comparación de los problemas que surgían en sus territorios, fruto de la caída del sistema feudal, que generaría lo que hoy conocemos como el cambio de la baja hacia la alta edad media, y a la guerra de las investiduras que luego explicaremos. Desde que Bonifacio se había convertido también en duque de Toscana, el territorio de los Canossa estaba apretado como en una gran prensa, entre el norte germánico y Roma, peligroso cojín que podía desempeñar funciones de intermediario, o bien ser empujado a pronunciarse por una de las partes, en caso de conflicto. Y este conflicto acababa de comenzar… Por lo que Matilde se puso de parte de Roma, convirtiéndose en la única noble de importancia que prestó apoyo al papado en la difícil situación que se iba a desarrollar.
Cuando accedió al trono de San Pedro el Papa Gregorio VII, quiso ordenar dos graves problemas que estaban decayendo cada vez más y arrastrando a la Iglesia consigo: la inmoralidad, y la simonía (pecado mortal en que incurre quien compra o vende favores religiosos como sacramentos o cargos eclesiásticos). En los años 1074 y 1075 San Gregorio renovó los edictos contra la incontinencia de los clérigos y la simonía que ya los papas anteriores habían establecido, y condenó también la investidura laica, deponiendo al clérigo que la recibía, y excomulgando al príncipe que la impartía. Pero por lo pronto, el emperador Enrique IV, no estaba dispuesto a renunciar a lo que consideraba un derecho de la corona, y desafiando el Papa, en 1075 confirió el arzobispado de Milán al clérigo Tedaldo. Esto provocó el largo conflicto entre el monarca y el Papa que concluyó con el arrepenrimiento del primero y el peerdón del segundo, ocurrido en enero de 1077, precisamente en el castillo de Matilde, en Canossa.
En los años siguientes, el rey derrotó a los rebeldes alemanes y preparó sus defensas de tal forma que cuando reanudó las hostilidades hacia el Pontífice, y éste hubo de excomulgarle y deponerle de nuevo, nadie se movió contra él y pudo reunir una asamblea eclesiástica en Alemania, donde se destituyó a Gregorio VII y se nombró un antipapa, Clemente III, a quien Enrique IV instaló por la fuerza de las armas en Roma el año 1084, siendo coronado emperador por él a continuación. Mientras tanto el Papa se recluía en Castel Sant’Angelo. Con los simoníacos y el poder temporal en contra, el Santo Padre encontró muy pocos fieles poderosos que le apoyaran, y Matilde fue una de ellos.
Un sabio del círculo de Matilde, Bonizone di Sutri, la pone a ella como ejemplo para los otros guerreros nobles alineados en el bando del pontífice: «Ved a Matilde, excelsa condesa, verdadera hija de San Pedro. Ella, no menos que un hombre, y sin preocuparse por todo lo que la rodea, está dispuesta incluso a morir antes que traicionar su compromiso de observar la ley de Dios». Aunque se comprometió en tantas acciones militares, nada demuestra sin embargo que las haya afrontado con encarnizamiento. Los propios autores del bando opuesto no se refieren a ella como a una mujer feroz, dedicada a la guerra, y lo habrían hecho si hubieran tenido un pretexto para ello, porque no escatimaron insultos dirigidos a su persona. Es, sin embargo, hermosa la dedicación y sacrificio que puso en esto: «Matilde misma organiza a sus tropas en la guerra y permanece al frente de ellas. No la amedrentan las noches ni el frío, no le hacen abandonar a sus hombres», escribía Rangerio, autor de la Vita de Sanselmo da Lucca.
Al culminar la guerra en el año 1092, Matilde estaba en los montes, trasladándose de una fortaleza a otra, donde se encontraba más segura, reforzando sus defensas, mientras en la vasta llanura del norte el emperador la desarmaba con sus tropas y trataba de vencerla en batallas campales. En medio de tantas adversidades le quedaron pocos amigos, como Anselmo de Aosta y otros de su estatura, para sostenerla. Con las principales ciudades toscanas en rebeldía, Florencia, ferviente sostenedora de la necesaria reforma eclesiástica, le fue fiel. Y he aquí que todo, casi de repente e inesperadamente, se tornó a su favor. Los clarines que tocaban la retirada resonaron en ese mes de octubre de 1092 en la vasta llanura bajo la fortaleza de Monteveglio. Enrique abandonó el campo de batalla.
En el año 1111, Matilde ya se aproximaba a la muerte y la guerra todavía no había terminado del todo. En Roma se derramó sangre nuevamente, y no se llegó a una solución. El tratado de Worms, de 1122, en que se llegaría a un acuerdo entre las partes, todavía estaba lejano. Aun cuando, probablemente, ya no se esperaba un encuentro armado, parecido al de otro tiempo, Matilde ya veía transcurrir sus últimos años de vida sin que todo ese conjunto desgastante de disturbios, de guerras, de violencia de toda índole, prometiera un cambio. Por lo tanto, la proximidad de la muerte y una turbadora sensación de no haber podido hacer lo suficiente debían de entristecerla, quizá más aún que las derrotas y las injurias sufridas en el pasado.
Al culminar la guerra contra el emperador, Matilde se encontró privada del apoyo de muchas personas autorizadas que antes habían estado junto a ella: esas personas ya no vivían. A esto debemos agregar los dos matrimonios que duraron unos pocos años, y su condición de mujer no casada. Los simpatizantes del emperador le echaban en cara que, siendo mujer, se inmiscuyera en cosas más grandes que ella. No escatimaban insultos, reiterados e hirientes. Incluso entre los sostenedores de su causa no faltaban quienes no aceptaban el gobierno y el alto protagonismo de una mujer sola, no unida a un hombre con el vínculo matrimonial. Este mismo hecho la expuso a sospechas y acusaciones difamatorias sobre sus relaciones con el Papa Gregorio y con Anselmo, el obispo de Lucca, expulsado de su ciudad y refugiado junto a ella; hasta el punto de que Anselmo sintió la necesidad de defender su buena reputación. En el Libro contra Viberto (el antipapa), llega a expresarse de este modo: «no busco en ella (Matilde) nada terrenal ni carnal, sino que día y noche sirvo a mi Dios manteniéndola fiel a Él y a mi santa madre Iglesia, que me la ha confiado».
Matilde se retiró a vivir sus últimos días a un pequeño y perdido pueblo del cual era su señora, lejos del poder y las cortes, pero próximo al monasterio más grande construido por su familia, San Benedetto di Polidore, donde una multitud de religiosos rezarían incesantemente por ella. Le otorgó concesiones, beneficios y favores al célebre monasterio; en el que se abandonó y apoyó por completo, temiendo por la salvación de su alma. En este monasterio benedictino cincuenta monjes, incluido el abate, habían hecho la solemne promesa de celebrar hasta el fin de este mundo el aniversario de la muerte de Matilde. Poco tiempo después, la enfermedad (gota) la inmovilizaría definitivamente, aliviada sólo por las plegarias de los numerosos cofrades del vecino monasterio paduano y de aquellas iglesias a las cuales no cesó de hacer donaciones. Encontró fuerzas sin embargo para resistir por siete meses, mientras se preparaba para comparecer ante el tribunal de Dios. Había dado órdenes de que se le construyese, justo frente a la habitación donde estaba su lecho, una pequeña capilla dedicada al apóstol Santiago. Allí, tendida en su lecho de dolor, podía escuchar y ver al religioso que celebraba los oficios divinos.
En esos últimos meses, Matilde había honrado al Apóstol Santiago y a muchos otros santos, para serenarse en el último trecho que le quedaba por recorrer, con la mente fija en la muerte, en el recuerdo de los pecados, en la fragilidad del ser humano que la atroz enfermedad había puesto a prueba. Noche y día – continúa – se dedicaba a los salmos y a toda la liturgia, con un amor creciente; era una experta en eso, rebosante de espíritu religioso. En esto la asistían los clérigos más sabios; no había obispo que se preocupara tanto por los hábitos y los vasos destinados al culto. Había combatido mucho por Dios; ahora, finalmente, después de la victoria, vivía la paz. Hasta que, en julio de 1115, el obispo de Regio le hizo besar el crucifijo, y ella, tendida sobre su lecho de sufrimiento, entregó su alma al Señor.