Espiritualidad en la acción social

21 Nov, 2012 | Apostolado - Pastoral, Formación Teológica

ESPIRITUALIDAD EN LA ACCIÓN SOCIAL

Darío Mollá S.J.

“El encuentro con el mundo del pobre puede dar vida y puede destruir. Nos traslada a una tierra donde se sufren los golpes más rudos de la opresión y la injusticia, pero al mismo tiempo se encuentran las fuerzas más sorprendentes de la vida. El acercamiento al pobre puede sentenciar la calidad de una persona, de una institución» (1).

Estas palabras de Benjamín González Buelta, un jesuita de larga trayectoria y honda reflexión en el encuentro con los pobres, nos sitúan de entada en el porqué de esta reflexión sobre la “espiritualidad en la acción social”. La persona que se compromete a sí misma con honestidad personal en la acción social, traspasando en su acción la frontera del simple hacer, más o menos rutinario, con más o menos calida técnica o profesional, es sometida a un choque de experiencias, de signo muy diverso, que pueden darle vida o destruirla. Y es en esa alternativa donde la espiritualidad encuentra su sitio.

La alternativa radical entre “dar vida y destruir” se le plantea a quien entra en la acción social, no sólo en referencia a su propia vivencia personal, interior, sino también en su acción con otros, y especialmente si esos otros son débiles y frágiles. En efecto, las intervenciones delicadas requieren instrumentos precisos, de calidad, de manos expertas en su manejo. Cuando más débil es la persona o la realidad sobre la que queremos intervenir más cuidado hemos de poner y mejores instrumentos hemos de utilizar: porque si nos equivocamos, o intervenimos mal, podemos hacer mucho daño y un daño más irreparable cuánto mayor es la fragilidad de las personas a las que nos acercamos. Por ello, humana y evangélicamente, para los pobres ha de ser lo mejor, lo de más calidad… El instrumento más decisivo en cualquier intervención social es la persona que interviene, y por ello hay que procurar en quienes hacen acción social, el máximo de calidad personal.

La espiritualidad en el campo de la acción social tiene, pues, el objetivo de ayudar a quienes se implican en ella, a resolver positivamente, tanto en sí mismos como en su acción, la alternativa entre vida y muerte, a las que les somete el acercamiento auténtico y honesto al mundo del pobre. Por una parte ha de dar claves para leer, recibir y manejar la propia experiencia interior, para reconocerla, acogerla y tomar nota de su mensaje, elaborándola de tal modo que ayude a crecer humana y espiritualmente. Y la espiritualidad tiene también como misión ir transformando a quienes se comprometen en la acción social para que en su trato con otros, sean y hagan de tal modo, que generen humanización, dignificación y vida.

Pero, hablando de espiritualidad y acción social, hay otro desafío. No es sólo que una espiritualidad adecuada dé calidad humana y horizonte de vida a la acción social, la ayude; se trata, además, de que la misma acción social sea en sí misma una auténtica experiencia espiritual.

¿Qué es aquello que hará de la acción social una verdadera experiencia espiritual?, ¿Qué notas, qué acentos, qué características deberíamos potenciar en nuestro estar y hacer acción social para que ella misma sea “espiritual”, es decir, para que esa acción social sea en sí misma lugar de presencia y acción del Espíritu, sea espacio privilegiado para el encuentro con Dios y la experiencia de la Vida?

Estamos sosteniendo que la misma acción social, no sólo se ayuda de la experiencia espiritual del sujeto, sino que ella misma puede ser una auténtica y verdadera experiencia espiritual. No siempre, ni automáticamente lo es: ello depende mucho de las actitudes de fondo con las que accedemos a ella y la llevamos a cabo; pero, si llega a serlo, lo puede ser de modo privilegiado. Si podemos encontrar a Dios en todas las cosas, ¿cómo no encontrarlo, y de modo eminente, en el servicio a los pobres con quienes Él se ha querido identificar?

Analizando la experiencia personal de Ignacio de Loyola a partir de los hechos narrados en su autobiografía, comenta Joseph Mª Rambla cómo la experiencia ignaciana de cercanía a los pobres fue para él experiencia espiritual:

“La riqueza con que se manifiesta la ayuda del peregrino a los pobres tiene una eclosión en su mismo corazón. Más allá de un sentimiento humano de compasión o de un cumplimiento honrado del deber cristiano, aunque incluyendo una y otro, el peregrino vive su contacto con el pobre como una profunda experiencia espiritual. Porque en su corazón brotan aquellas mociones que son el distintivo de la acción del Espíritu del Señor en las personas que de verdad le buscan” (2).

Dos breves observaciones pata finalizar esta introducción. Nuestra atención en esta reflexión va a estar centrada en el sujeto de la acción social y en las relaciones que éste sujeto establece; no vamos a entrar en otros aspectos como, por ejemplo, las tareas sociales que demanda una espiritualidad basada en el Evangelio de Jesús. En segundo lugar, notar que hacemos nuestra reflexión desde lo que podríamos llamar una “sensibilidad espiritual ignaciana”, aunque pretendemos que aquello que sugerimos tenga una validez más amplia.

Identifiquemos cinco elementos o características básicas de la espiritualidad que proponemos como espiritualidad “en la acción social”.

1º VIVIR LA VOCACIÓN A LA ACCIÓN SOCIAL COMO DON
2º SER CONTEMPLATIVOS/AS EN EL ACTUAR
3º DISPONIBLES PARA ELEGIR
4º CON ÁNIMO DE FORTALEZA
5º GRATUIDAD

1º VIVIR LA VOCACIÓN A LA ACCIÓN SOCIAL COMO DON

En el XXVIII Encuentro de Obispos y Superiores Mayores de Euskadi, en un contexto mucho más amplio que el de esta reflexión, decía Patxi Álvarez:

“Entiendo que la espiritualidad de nuestro tiempo consiste en dar cauce a estos dones, es decir, acogerlos, ayudarlos a crecer y expresarlos. Espiritualidad, por tanto, como vida en la dinámica que el Espíritu nos regala” (3).

La cita es de aplicación inmediata a quienes se implican en la acción social. Muchas de las personas que trabajan en ella lo hacen desde la respuesta muy personal a una llamada interior o exterior que les ha movido a un compromiso. Un compromiso que quizá les ha llevado a elegir unos estudios antes que otros, a priorizar un trabajo menos remunerado o menos valorado socialmente respecto a otros con más posibilidades, a implicarse más allá de las obligaciones de convenio, o incluso a tomar unas opciones de vida…

Si eso es así, es muy importante que esa vocación y esa respuesta se vivan interiormente como un don, como un regalo que nos es hecho, con un profundo sentimiento de agradecimiento. Porque el agradecimiento es la fuente de donde brotan, con espontaneidad y abundancia, cosas tan importantes en el trato con las personas como la generosidad, la alegría, la estima del otro, la gratuidad, la incondicionalidad, la perseverancia…

Es un peligro vivirnos o situarnos, de entrada, en la acción social como héroes, como personas que hemos accedido a ella porque tenemos más mérito o sensibilidad que los demás, situarnos y vivirnos como los mejores, los “ejemplares” en una sociedad mediocre e insolidaria. Dicho caricaturescamente, es peligroso formularnos a nosotros mismos cosas como “¡qué buenos y qué estupendos somos que nos dedicamos a los pobres!”, “¡qué contentos deben estar ellos de que alguien tan valioso como yo trabaje a favor suyo!”; obviamente pocos son tan necios de llegar a expresar estas formulaciones tal cual, pero sí que con más frecuencia de la deseable se encuentran discursos internos de este tenor. Discursos que afloran al exterior por las consecuencias de los mismos.

El problema de situarnos así no es solo un problema de orgullo o engreimiento personal, que también, sino, sobre todo, que a medio y largo plazo ese modo de situarse tiene repercusiones muy negativas en nuestra misma acción social. Desde ese modo de situarnos nos vamos sintiendo con derecho a exigir a los otros que compensen nuestro compromiso (“¡parece mentira que me hagan esto a mí, con lo que yo he hecho por ellos!”), nos sentimos facultados para todo tipo de reproches o descalificaciones, entramos en una dinámica de pedir compensaciones afectivas y efectivas, nos reservamos el derecho de abandonar o desertar en función de nuestros cansancios y conveniencias (“¡hasta aquí hemos llegado, y nadie me puede pedir más!”), etc. etc. etc.… En definitiva sucede que lo que acaba pesando en nuestras decisiones y acciones somos nosotros mismos y no lo que ha de ser primero, que es la pobreza, el sufrimiento, la dignidad quebrada de las personas a las que queremos ayudar…

Nuestra llamada interior al trabajo con los pobres y las víctimas de la sociedad es un don que si lo hemos recibido, y sabemos acogerlo, cuidarlo, hacerlo crecer, se convierte en uno de los mayores dones que se nos pueden dar en la vida. Y si algo debemos sentir en el caso de haberlo recibido no es otra cosa que ser unos privilegiados, abrumados por el misterio de haber recibido y seguir recibiendo cada día algo tan valioso sin que hayamos hecho nada malo por nuestra parte para recibirlo.

El descubrimiento y la vivencia de la vocación a la acción social como un don, es, por supuesto, tarea de toda la vida y tiene que ver también con la madurez personal y espiritual. Es normal que al principio los sentimientos no confesados ni explicitados de heroísmo, de comparación con otros, de gustarnos a nosotros mismos… estén más presentes, y de un modo especial, si entramos jóvenes en el mundo de la acción social o si lo hacemos desde contextos en que este compromiso es llamativo o excepcional. Con el tiempo vamos madurando y entrando más en la lógica del don que en la del heroísmo personal… Pero hay que examinar si vamos efectivamente avanzando en ese canino. Porque, incluso maduros, nos sorprenderemos de vez en cuando con rebrotes de actitudes que creíamos superadas.

Hay un hecho significativo en la vida de Ignacio de Loyola en esa línea… Después de las muchas acciones a favor de los pobres que realizó durante largos años, en la madurez de su vida espiritual seguía pidiendo “ser puesto” con el Hijo Crucificado. Para Ignacio, uno no está de verdad con los crucificados hasta que experimenta que “es puesto” con ellos, que ellos le admiten a su compañía y cercanía. Yo intento ponerme cerca de ellos y algún día recibo la gracia de “ser puesto”, de “ser recibido”… y esa es la gracia definitiva. Por eso en Ejercicios la identificación con Cristo pobre y humilde es la gracia máxima que se pide, gracia por la que uno es alcanzado (Ejercicios nº 147)…

También nos ayuda a crecer en el sentido del don de nuestra vocación social, la constatación de todo aquello que vamos recibiendo y descubriendo en la cercanía de los pobres. Una constatación que para ser experiencial, y no meramente un tópico ideológico o un sonsonete voluntarista, requiere su tiempo. Se valora en verdad más allá del día a día y más lejos que la inmediatez… Entonces sí nos damos cuenta y podemos contar con verdad y desde el corazón cosas como éstas:

“En la cultura popular encontramos una solidaridad que enfrenta las emergencias de cada jornada y que permite sobrevivir. Nadie sabe como circula la ayuda discreta que respeta la dignidad herida del que no consigue para la comida o la medicina. Aquí encontramos muchos rostros que han salvado su bondad y su ternura de los golpes recibidos. La capacidad festiva sorprende en vidas enteras asaltadas. El humor rompe en muchas ocasiones las situaciones extremas. Los golpes de la codicia o de la naturaleza arrasan con todo en unos minutos, pero desde las raíces brota la resistencia y la capacidad de recomenzar de nuevo. Por la mañana un ciclón arrasa un cultivo. Por la tarde se puede comenzar a preparar la siembra de nuevo” (4).

Pero aquello que confiere a nuestra vocación social un alcance y una profundidad determinantes, aquello que la fortalece y la hace sólidamente estable, es cuando ella misma se convierte en experiencia “mística”. Obviamente no utilizo la palabra mística en su sentido más burdo y deforme, como la de algo que nos transporte a otro mundo; la utilizo en su sentido, más hondo y verdadero, el que hace referencia a la “unión”. A la unión y comunión entre personas que, a partir de la convivencia mutua, van a acercando sensibilidades, deseos, corazones.

La acción social se hace experiencia mística cuando en nuestra vida entran, con carácter imborrable e imperecedero, rostros concretos de personas que, como tales personas, más allá su papel o su estatus social, han ocupado lugar en nuestro corazón.

Es la experiencia de un Ignacio enamorado de Cristo “pobre y humilde” y, por ende, de sus amigos los pobres. Ya no estamos en la lógica del cumplimiento más o menos heroico, ni tan siquiera sólo en la lógica más pura y limpia del don: hemos ido más allá. La experiencia mística en la acción social se da cuando la entrada de los pobres en nuestra vida es tan interior que nos desposee y nos libera a nosotros mismos de nosotros mismos, y ya no miramos por nuestros ojos, ni valoramos con nuestra lógica, ni amamos sólo desde los afectos de nuestro corazón. El don se ha hecho carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre; parafraseando as San Pablo, no soy yo quien vive, es Él, el “pobre y humilde”, y sus amigos “los pobres” quienes viven en mí. El don se va convirtiendo en Eucaristía.

Sedan tres pasos: 1º Héroe que cumple con lo que hay que hacer… deber ser.
2º Don otorgado-gracia de Dios…
3º La entrada de los pobres en nuestra vida es muy interior… estamos
recordándolos en nuestra propia vida personal. La experiencia
mística.

2º SER CONTEMPLATIVOS/AS EN EL ACTUAR

Para sintetizar el objetivo último de la espiritualidad ignaciana se ha utilizado la fórmula “ser contemplativos en la acción”. Pero al tiempo que se la ha utilizado mucho, creo que a esta expresión se le ha dado un alcance, seguramente adecuado, pero muy limitado, menos vigoroso de lo que los textos ignacianos permiten. El sentido primero de la expresión “contemplar” se refiere a un modo de orar. También, por extensión, se habla de “vida contemplativa” en el caso de personas que dedican la mayor parte de su vida a orar. Pero la intuición ignaciana es aplicar el adjetivo “contemplativo” y la dinámica del “contemplar” no sólo a la oración sino también a la acción, a la actividad, al trabajar… Ser “contemplativos/as” en el modo de actuar… Cito este “lugar” ignaciano porque creo que esta propuesta tiene un enorme sentido y fecundidad en el caso de la acción social.

Veamos, pues, las características básicas de ese actuar “contemplativo” aplicadas a la acción social.

Hablando de oración, la contemplación es situar a Jesús, al otro, como protagonista de la misma. La materia de la plegaria no son los pensamientos, las necesidades o las preocupaciones del que hora, sino la persona de Jesús, un hecho de su vida, unas palabras suyas, un gesto… Contemplar es, en primera instancia, “ver”, “oír”, “mirar” fuera… Quien ora se sitúa no en el centro de la escena, sino como un espectador apasionado, interesado, pero discreto… El centro de la contemplación es siempre otra persona y, muy especialmente, Jesús.

Actuar contemplativamente, trabajar contemplativamente, es situar al otro en el centro de mi mirada, de mi interés, de mi acción… Para que esto sea así, se requiere observación, mirada, escucha… Orar y actuar contemplativamente exige situarse ante la vida del otro y en mi trabajo, de un modo cercano pero discreto, de un modo tal que me ayude a observar sin que él se sienta invadido en su naturalidad y, por tanto, mantenga su espontaneidad, su libertad. Actuar contemplativamente supone que yo no ocupo el escenario, ni mucho menos el centro del mismo, sino que me sitúo en lugar y modo adecuado para que efectivamente la otra persona sea la protagonista.

Contemplar es, en segundo lugar, un ejercicio de atención, y de atención a los detalles. Simone Weil decía que “la atención absolutamente pura y sin mezcla es oración”. Parece que tal atención excluye la distancia y la prisa: desde lejos y apresuradamente, difícilmente se captan los detalles. Y lo que le interesa al que ama son precisamente los detalles…: porque son los detalles los que conducen al corazón y los que alimentan el amor.

Atención y atención al detalle es esencial en la acción social. Precisamente por la fragilidad de las personas para las que se trabaja, es una tarea en la que el más mínimo detalle puede en ocasiones levantar o hundir, quebrar o restaurar… Atención es ausencia de prisa y ejercicio de paciencia, porque, evidentemente, los detalles no se captan a la primera. Es necesaria, a veces, mucha atención para encontrar, en medio de una existencia destrozada, ese detalle de vida que permite sostener un proceso; y es necesaria también mucha paciencia para captar ese mínimo avance, ese detalle de avance que nos abre a la esperanza en medio de tanta frustración, fracaso e impotencia.

Contemplar es dejarse impactar por aquello que se contempla. Es una cierta pasividad: dejar que aquello que tengo ante mí golpee con su fuerza innata mi conciencia y mi corazón, más que proyectar yo unos esquemas previos: porque, si más que dejarme impactar por lo de fuera, lo que hago es proyectar lo que yo llevo dentro, pasa que, como tantas veces sucede en la vida, acabo viendo no aquello que realmente hay, sino aquello que yo quiero ver, y oigo no aquello que realmente dice, sino aquello que yo quiero escuchar…

Dejarnos impactar creo que es necesario para poder ayudar a otras personas en aquello que ellas realmente necesitan, no en aquello que nosotros hemos pensado o predeterminado que deben necesitar. ¿Cómo puedo de verdad servir si no me dejo golpear por la necesidad del otro? Cuando no me dejo impactar por la vida y la situación del otro, tengo el peligro de cumplir, quizá muy bien, los trámites de rigor que mi tarea exige, o des suponer que es servicio cualquier cosa, quizá costosa o valiosa en sí, que yo creo que debo o quiero hacer.

Decíamos que dejarse impactar es, en el sentido más propio de la palabra, dejarse golpear. Y los golpes duelen y dejan aturdidos… y además se encajan de muy mal modo cuando quien nos golpea es alguien más pequeño o más débil que nosotros. No nos dejaremos impactar si no tenemos muy claro el protagonismo y la dignidad de aquellos a quienes queremos servir… Unos buenos compañeros y un buen clima institucional, cuando se trabaja en una institución, ayudan mucho a encajar mejor esos golpes que con dolor, y quizá también con vergüenza, nos reditúan en la dinámica del auténtico servicio…

Contemplar es., finalmente, dejar que entren en contacto, en contagio, sensibilidades distintas. Esa simplemente permanecer juntos mucho tiempo, y ese permanecer tiempo juntos nunca es inocuo. Ese acercamiento de sensibilidades es determinante en el acercamiento de personas, y en el decir y proponer algo que realmente sea significativo apara el otro.

En muchas ocasiones, la distancia mayor ente nosotros y las personas a las que queremos ayudar es la distancia entre sensibilidades. Esa distancia la que nos aleja más de las personas a quienes queremos ayudar, o la que hace más difícil que nos entendamos o empaticemos, más allá de las diferencias de edad, cultura, historia que, en definitiva, se resuelven en buena medida en esta diferencia de sensibilidades. Tantas veces nos gustaría saltar por encima de distancias y generar los puentes que el corazón desea, pero que los gestos y las palabras no saben construir. Esa impotencia sentida es una invitación a “contemplar” más: a pasar más tiempo juntos. Tiempo aparentemente sin utilidad, sin objetivo, sin resultado…: venciendo tantas incomodidades interiores y exteriores como de entrada sentimos, y venciendo también tantas ganas de ir deprisa, que no son sino ganas de escaparnos de las situaciones que no controlamos o en las que nos sentimos incómodos…

3º DISPONIBLES PARA ELEGIR

Hacer eficaz el amor y la apuesta por el otro, hacerlo concreto y cotidiano, exige tomar decisiones, y para tomar decisiones es necesario elegir. En el contexto de nuestra reflexión, elegir es escoger, obviamente, no entre lo bueno y lo malo (pues ahí no hay alternativa para una persona honesta) sino entre cosas en sí mismas buenas o, al menos, indiferentes. En la acción social, como en la vida misma, concretar, hacer cotidianas las opciones de fondo pide hacer muchas pequeñas elecciones; y es en estas elecciones cotidianas donde se juega la verdad, la coherencia y la eficacia de nuestras opciones de fondo.

El campo de las elecciones es muy amplio: el qué, el con quién, los cómos, los límites: el hasta dónde y hasta cuándo… Cuando con más humanidad y con más altura de miras nos situamos en la vida, quizá más difícil se nos hace elegir, porque no todo vale, no todo ayuda, no todo es aceptable… Por eso, es tan difícil en ocasiones elegir dentro de la acción social: porque chocan, o parecen chocar de entrada, la altura de miras y planteamientos con lo limitado y ambiguo de las mediaciones que es necesario escoger y utilizar. Se me ocurren ahora mismo un montón de tensiones que dificultan el elegir a quienes persiguiendo la máxima honestidad posible, personal e institucional, han de elegir en acción social: tensión entre la pureza de intención y la ambigüedad de las mediaciones, tensión entre la generosidad de los deseos y lo limitado de las posibilidades; entre los medios que se ve claro que habría que poner en juego y el precio a pagar por ellos, tensión entre la urgencia de las cosas y los ritmas posibles… y tantas otras…

Una espiritualidad en la acción social ha de ser, pues, una espiritualidad que ayude al sujeto a elegir, que lo capacite para ello, que le haga efectivamente disponible para elegir. En términos clásicos del lenguaje de la espiritualidad, diríamos que a quien está en la acción social le ayudará mucho una espiritualidad de “discernimiento”. Necesitamos en la acción social una espiritualidad que nos haga “disponibles” para elegir.

Le doy a la palabra “disponible” un triple sentido. Disponible para elegir es, en primer lugar, la persona consciente que ha de hacerlo y que está dispuesta a ello, que tiene una postura activa, implicada, personal, en aquello que lleva entre manos; que no se bloquea ante el hecho de tomar decisiones, que no espera que se lo den todo hecho, que sabe que fórmulas y recetas tienen un alcance muy limitado y perecedero. Pero la palabra “disponible” tiene también otros dos sentidos sobre los que reflexionaremos de inmediato más detenidamente: disponible en cuanto que tiene capacidad afectiva de elegir (en segundo lugar), y disponible en cuanto tiene capacidad efectiva para elegir (en tercer lugar). Dicho en términos vulgares, “disponible” parea elegir es quien quiere, puede y sabe hacerlo. Dicho en términos ignacianos: cuando hay “sujeto” para elegir, y ese “sujeto” tiene “modo” para elegir, conoce y maneja ademadamente los procedimientos, tiempos, y dinámicas de la elección. Nos detenemos ahora en estos dos últimos aspectos de la “disponibilidad” para elegir.
“Elegir” en el sentido que le estamos dando aquí, no es tarea ni banal ni fácil, y por ello, requiere lo que ignacianamente se llama un “sujeto”, una persona con unas capacidades básicas para hacerlo, con un mínimo de madurez personal y espiritual para ello. Hasta tal punto es consciente San Ignacio de esta necesidad que buena parte de sus Ejercicios Espirituales son capacitar a la persona que los hace para que se “sujeto” de elección, para que sea capaz de hacer una buena elección.

Para elegir adecuadamente en un contexto en el que hay multiplicidad de ofertas y planteamientos, y un fuerte sentido de relatividad de los mismos, es necesario, en primer lugar que la persona tenga muy arraigadas en su corazón las opciones básicas desde las que elige, los objetivos últimos que pretende alcanzar, y suficientemente explicitados y asimilados, los criterios básicos que limitan el campo de elección (que no es infinito). Eso permite que sea él quien efectivamente elija, por encima de modas, presiones o conveniencia momentáneas.

Sin embargo, aún siendo las intenciones las mejores y estando los objetivos teóricamente claros, habrá que estar permanentemente vigilantes sobre la propia libertad interior en el proceso de decidir y elegir.

Todos tenemos la experiencia de autoengaños y falacias que nos decimos a nosotros mismos, cuando nos pueden dinámicas de autocentramiento, narcisismo, autocompensación…: somos entonces capaces de justificar lo injustificable. Eso lo vemos mejor en los otros que en nosotros mismos, pero nada nos leva a pensar que somos inmunes a dinámicas de búsquedas de nosotros mismos o de nuestro interés por encima de cualquier cosa. Está en la condición humana y, si me apuráis, estos mecanismos de búsqueda de uno mismo son más posibles o frecuentes cuando aumenta la dureza de nuestra acción social o cuando escasea el reconocimiento y la gratificación por lo que hacemos.

También sabemos por experiencia propia, que el corazón humano tiende a afincarse en cosas y personas, a encontrar en ellas seguridad y, en consecuencia, a absolutizarlas en el sentido de hacerlas incuestionables o intocables. En definitiva, va quedando aprisionado por realidades que son, en sí mismas limitadas y secundarias, va perdiendo libertad. Elegir pide libertad para escoger limpiamente aquello que más me ayudará a mí o que más ayudará al otro. Elegir libremente supone escoger sin condiciones previas y con disponibilidad a dejar aquello que parezca que se debe dejar por más útil que me haya sido en algún momento. Eso exige, en ocasiones, renunciar a seguridades, a bienes adquiridos, incluso a determinados afectos… y eso no es fácil hacerlo. Es más fácil hacer “trampa” en la elección.

Y elegir, es muchas veces arriesgar, apostar, enfrentarse, entrar en conflicto, cuestionar lo establecido, salir de lo habitual o de lo socialmente correcto… Eso produce habitualmente incomodidad e incluso miedo. Y el miedo puede anular la libertad y paralizar la toma de decisiones.

En definitiva ser disponible, ser afectiva, y efectivamente disponibles para elegir, pide un sujeto libre. Libertad que adquiere consistencia y estabilidad en un corazón cimentado en el amor, descentrado lo más posible de sí mismo y centrado en aquellos a quienes quieren servir, fuerte ante amenazas y peligros. Todo ello no se improvisa, requiere un trabajo interior de tiempo, una pedagogía y una terapia de la libertad: ésta es una de las tareas básicas para cualquier espiritualidad, y por supuesto también de una espiritualidad de quienes están comprometidos en la acción social.

Supuesto ese elemento primero y decisivo que es hacer posible y sostener un sujeto capaz de libertad para elegir, la espiritualidad le puede ayudar también facilitándole, en la medida de lo posible, instrumentos, tácticas, métodos… que puedan facilitar su tarea.

La metodología ignaciana de los Ejercicios ofrece diversos materiales como ayuda al discernimiento. Encontramos en ellos unas reglas de discernimiento a situaciones concretas de la vida cotidiana, y, finalmente, un conjunto de materiales que ayudan a la práctica cotidiana y/o regular del discernimiento, y que Ignacio llama “exámenes”. Creo que no es aquí y ahora el lugar para un comentario detenido de todo ello, ni tampoco éste tiene que ser el material mejor o exclusivo para ayudar a elegir o discernir hoy. Pero sí quiero notar brevemente dos intuiciones importantes que subyacen en ese planteamiento.

En nuestra vida cotidiana son múltiples los sentimientos, vivencias, movimientos interiores que experimentamos, y también es variado el impacto que producen en nosotros los acontecimientos “exteriores”. Aprender a leer, interpretar y manejar todo ese material y su significado es básico para nuestro discernimiento, es un elemento básico del mismo. Segunda observación: practicar formas cotidianas de discernimiento, sencillas pero constantes, es condición indispensable para mantenernos ágiles y entrenados ante procesos más complicados de discernimiento, y para adquirir las destrezas y habilidades que hagan de nuestro elegir, no un proceso cabalístico, sino un movimiento natural de quien quiere traducir a lo concreto y cotidiano los grandes ideales a que aspiramos en el compromiso social.

4º CON ÁNIMO DE FORTALEZA

La fortaleza es uno de los dones más característicos del Espíritu santo en la teología católica. Y es también una de las condiciones más necesarias en el “espíritu”, en el “ánimo” de quien se implica en la acción social. Prefiero el nombre de “fortaleza” al de “resistencia” que utilizan otros compañeros/as que reflexionan sobre la espiritualidad en la acción social, por un doble motivo. Primero, porque “fortaleza” me parece un concepto más global que permite englobar, junto con “resistencia”, todo un conjunto de otras actitudes importantes. Segundo, por compartir algunas de las prevenciones contemporáneas ante los conceptos de resistencia y de “identidades de resistencia”, como asociados a integrismos y fundamentalismos, o, al menos, a actitudes de cierta intolerancia y de poca capacidad de escucha y de diálogo con otros modos de ver y de situarse en la visa (5).

Son muchas las dificultades que encuentra quien se implica a fondo en la acción social. Unas son, obviamente, dificultades inherentes a todo esfuerzo y vida humana que pretende llevarse a cabo con coherencia y responsabilidad. Otras, sin embargo, adquieren especial virulencia, se presentan con mayor frecuencia o inciden más agresivamente en aquellas personas que trabajan en el campo de la acción social.

Los orígenes y naturaleza de estas dificultades son diversos. Algunas provienen del exterior: sean las resistencias de la propia realidad ante iniciativas de cambio o modificación, sean los poderosos intereses creados de quienes se benefician de situaciones de injusticia y del sufrimiento ajeno, sean los límites y carencias de todo tipo en aquellas personas heridas en su humanidad y dignidad, sean complejos mecánicos que aparecen como imposibles de desmontar, sea la falta de alternativas, o el clima social contrario a nuestro empeño… Otras dificultades, y éstas duelen particularmente, provienen del propio entorno de la persona: incomprensiones, faltas de apoyo en los momentos difíciles, competencias y rivalidades más o menos abiertas o soterradas, abandono de compañeros/as estimados/as, puestas en cuestión o desvalorizaciones manifiestas de aquello que hacemos y pretendemos… Finalmente, no afectan menos, experiencias internas de impotencia, de desánimo, de fracaso después de un gran esfuerzo, de sentir irrelevancia y desprecio…

Por todo ello es importante el espíritu de fortaleza. Espíritu que se hace presente, de modo muy particular, cuando hay unión entre compañeros: la unión, efectivamente, hace la fuerza; el sentido de equipo y de grupo da fortaleza; la comunicación y la cooperación entre quienes pretenden idénticos objetivos, compensa y equilibra las dificultades personales. Quiero ahora, brevemente, subrayar algunas de las notas de esa fortaleza tan necesaria…

La primera palabra que asocio a fortaleza es paciencia: paciencia que es mucho más que aguantar pasivamente o que esperar que pase el aguacero. Paciencia con las personas a quienes queremos ayudar, paciencia con los procesos de transformación y sus ritmos, paciencia también con nosotros mismos como acompañantes y promotores de esos procesos. No podemos dejar que nuestra ansiedad por obtener resultados o nuestras frustraciones por no obtenerlos, o no obtenerlos en la medida o rapidez con los que esperamos, nos hagan decaer. Paciencia que es también no ser precipitados en los juicios y las valoraciones: ¡tantas veces nos hemos equivocado juzgando precipitadamente! Y también nos equivocamos valorando nuestra acción: ni cuando más satisfechos quedamos, hemos ayudado más; ni cuando menos satisfechos estamos, hemos ayudado menos. Paciencia que es, en palabras de Dolores Aleixandre:

“familiarizarnos con la “ley del período largo” del evangelio que cuenta con la lentitud con que la levadura va fermentando la masa o con que la semilla se abre paso a través de la tierra” (6).

La fortaleza es también, el deseo (digo bien, el deseo) y la capacidad de compartir, mejor dicho, de “conllevar” todo aquel conjunto, “séquito” en palabra ignaciana, de padecimientos de la más diversa índole (físicos, económicos, sociales, morales…) que afrontan las personas a las que queremos ayudar. Y este deseo se explica no por masoquismo sino por la vedad de nuestra cercanía y compromiso con ellos. San Ignacio lo formula en los Ejercicios con una frase bien expresiva: “dolor con Cristo doloroso, quebranto con Cristo quebrantado” (EE 203): no es la petición del masoquista o del Kamikaze, sino del que ama profundamente al que sufre, y por ello quiere acompañarle hasta donde sea posible… No se sigue impunemente a quien sufre violencia, ni se sirve hasta las últimas consecuencias a quien es despojado, sin sufrir nosotros mismos pérdidas…

Permanecer, perseverar, no abandonar, son verbos a conjugar en el ámbito de la fortaleza… Y, una vez más, la razón de ese permanecer, y su fuerza auténtica, no es demostrarnos nada a nosotros mismos ni presumir de nada ante los demás, sino que permanecemos y perseveramos porque (y cuando) priorizamos a quienes servimos antes que a nosotros mismos; porque nos tomamos en serio su dolor, la injusticia que sufren, su dignidad; todo ello nos pesa más que nuestras ganas de dejarlo o nuestro cansancio o nuestros deseos de cambiar de aire…

Me parecen muy sugerentes las palabras de Dolores Aleixandre cuando en una reflexión sobre la “resistencia” recuerda que parte de la tarea de resistencia es hacer resistente y fuerte a la persona, cuidar y cuidarnos en todas las dimensiones, evitar no el cansancio (que es inevitable) pero sí el quemarse, el fundirse. En ese c cuidarse entran en juego muchos elementos, y también los que con sentido común y con un cierto humor sabio menciona la propia Dolores:

“La resistencia añade el talante sapiencial al ímpetu profético. Nos recuerda que para “que no se corrompa el sujeto” necesitamos cuidarlo con dosis sensatas de humor, de sentido común, de apoyo en los amigos, de lectura atenta de la historia de ayer para no tomarnos demasiado trágicamente la de hoy” (7)

Hemos hablado de paciencia, de compasión (de compartir pasión, padecimientos), de permanencia y perseverancia, de cuidado del sujeto… Y, obviamente hay que añadir a todo ello, como sostén de fortaleza, la esperanza: esa confianza radical en la promesa de Dios y en la victoria de Cristo que abre la historia humana a un futuro de justicia que nuestra lucha de cada día anticipa y acerca.

Quiero aún, antes de acabar este apartado, hacer una última reflexión. La fortaleza espiritual de la que hemos hablado no se consigue a base de puños, de esfuerzos voluntaristas, de gimnasia suplementaria a nuestro trabajo de cada día…. No; esta fortaleza espiritual es también, un don; parte del don que se nos da con nuestra llamada y con nuestra vocación. Un don que alimentamos cuando vivimos con el hermano o la hermana cara a cara, cuando abrimos nuestro corazón a la vida de los pobres, cuando intentamos ser lo más honestos posibles. Y también, y sobre todo, si en ello nos dejamos acompañar, y somos capaces de dejarnos ayudar por otros, y hacemos de la colaboración nuestro estilo de actuar. Es un don que se recibe gratuitamente, se fortalece en el ejercicio del amor y la cooperación y se pide con convicción y confianza al Señor que nos promete y nos da su Espíritu (Lc. 11,13).

5º GRATUIDAD

“Tu fe te ha salvado; vete en paz”: esta frase, que Jesús utiliza reiteradamente después de muchas de sus acciones y signos sanantes y liberadores, es una perfecta síntesis de la gratuidad que debe ser característica señalada y necesaria de una acción social que quiera, de verdad, construir humanidad. Las dos afirmaciones que componen esta frase apuntan dos rasgos básicos de dicha gratuidad: con respecto al propio Jesús, la no exigencia de ningún tipo de condición o compensación por su ayuda; con respecto a la persona sanada, la potenciación y puesta en relieve de sus posibilidades más hondas; la afirmación, en suma, de su dignidad.

Es importante que profundicemos también nosotros en las dimensiones de esa gratuidad que dignifica y que da a la acción social su autentica categoría de humanidad.

En un primer sentido, el primero que pensamos, gratuidad es no cobrar, en compensación de nuestra ayuda, de aquel a quien ayudamos. Otra cosa es cobrar por nuestro trabajo de aquellos que nos contratan. Obviamente, no estamos hablando de cobrarnos nuestra ayuda en dinero, sino de otras formas menos “materiales”, pero no menos onerosas, de gratificación, y que tienen que ver, básicamente, con compensaciones de tipo afectivo. Se trata de no cobrar ni cuando las cosas salen bien, en forma de dependencias, fidelidades, adhesiones, silencios… ni tampoco cuando las cosas salen mal, en este caso en forma de reproches, minusvaloraciones, descalificaciones, rencores o resentimientos… Gratuidad es cuando nuestra acción no está condicionada por la respuesta que recibimos, sino por la necesidad que detectamos.

Más allá de ese sentido primero de no cobrar ni afectiva ni efectivamente, la gratuidad contiene perfiles de mayor finura. Consiste también, en no buscar ni obtener beneficios o rendimientos personales de mi acción social, en forma de prestigio, de imagen, de méritos que me adjudico; no tratar nunca a las personas como “mi propiedad”, “mis pobres”, “mi gente”, “mi grupo”… adjudicándome “exclusivas” que nadie me ha dado y que incluso pueden llegar a impedir o boicotear otras acciones distintas, y quién sabe si más beneficiosas, a la mía… Se trata de no cambiar nunca dignidad por ayuda. La meta de una acción social limpia es ayudar sin menoscabar, sino más bien potenciando la dignidad de aquel que recibe ayuda; nada de lo que demos tiene valor, sino que más bien es perverso y dañino, si lo damos a cambio de quitar dignidad.

Gratuidad es también, además de tratar con la mayor dignidad posible, haber un esfuerzo por subrayar todo lo que de bueno y positivo tienen las personas, por poco aparente que sea, y tratar siempre de partir de ello en nuestra acción. Gratuidad es subrayar posibilidades y abrir horizontes, y favorecer en las personas, por indigentes que sean, todo lo que potencie su autonomía progresiva; gratuidad es dar protagonismo efectivo y aminorar al máximo dependencias.

Partiendo de una pequeña anécdota de la vida de San Ignacio, hace José Ignacio Gozález Faus una sugerente reflexión:

“… tan pronto como llegó, determinó enseñar la doctrina cristiana cada día a los niños; pero su hermano se opuso mucho a ello, asegurando que nadie acudiría. Él respondió que le bastaba con uno (autobiografía 88)”. Quien se contenta aquí con uno es el mismo que escribirá y proclamará de mil maneras que el bien “cuanto más universal” más divino es, y quien, en el caso de los pobres, deseaba más bien que no quedase “ni uno”. Pero el sentido de la eficacia en lo material, no está en absoluto reñido con la aparente ineficiencia de la gratuidad en lo espiritual, aunque nosotros no sepamos demasiadas veces cómo debemos componerlos, y cuando es la hora de cada uno” (8)

Gratuidad tiene que ver con libertad: la libertad que nosotros tenemos respecto a nosotros mismos y la libertad que somos capaces de generar en quien se acerca a nosotros.

Vamos ya concluyendo nuestra reflexión sobre espiritualidad en la acción social. Recuerdo lo que comenté al comienzo: nos hemos centrado en el sujeto y en las relaciones que éste establece en su acción social; no hemos considerado las tareas que, tanto a nivel más inmediato como a nivel más global, pediría una espiritualidad evangélica ante la situación de nuestro mundo (9).

Sí que me parece importante decir, antes de acabar, que todo aquello que hemos recordado, sugerido, propuesto en esta reflexión no es algo “añadido” a nuestra acción social. No es algo que hay que hacer “además de” y “desde fuera” parea validarla o darle sentido; en absoluto. Lo que acabamos de proponer no es otra cosa que un modo (¿o acaso el único?) de estar y de hacer en la acción social que la lleva a plenitud de humanidad en todos aquellos implicados en ella, sea cual fuere su forma de implicación.

NOTAS:

1. Benjamín Gózalez Buelta SJ. “Formar según San Ignacio en la escuela del pobre”, aportación en la obra colectiva “Tradición Ignaciana y solidaridad con los pobres”. Colección Manresa nº 4. Eds. Mensajero-Sal Terrae, 1990. Pg. 143.
2. Joseph Mª Rambla SJ “El peregrino con los pobres”, aportación en la obra colectiva “Tradición…” Pg. 23
3. Patxi Álvarez SJ. : “Acoger el don, impulsar la misión”, aportación del XXVIII Encuentro de Obispos y Superiores Mayores de Euskadi, publicado por CONFER Euskadi con el título “No tengo miedo al nuevo mundo que surge. Victoria, 2006. Pg. 20.
4. Benjamín Gózalez Buelta SJ.Op. cit. Pg. 148
5. Patxi Álvarez SJ. Op. cit. Ver Pg. 8, 12 -14.
6. Dolores Aleixandre RSCJ “Espiritualidad ignaciana y profetismo”, aportación en la obra colectiva “Tradición…” Pg 141.
7. Dolores Aleixandre RSCJ Op. cit. Pg. 141.
8. José Ignacio González Faus SJ “De la pobreza a los pobres (Notas sobre la trayectoria espiritual de Ignacio de Loyola)”, aportación en la obra colectiva “Tradición…” Pg. 51.
9. Ver en este sentido, por ejemplo, Esteban Velásquez Guerra SJ “Espiritualidad y compromiso social. Las comunidades espirituales y religiosas ante los grandes problemas que aquejan a la humanidad”. Aportación presentada en el Foro Espiritual de Estella en Junio del 2006.