LOS INSTITUTOS SECULARES A LA LUZ DEL ITINERARIO HISTÓRICO Y ECLESIOLOGICO DESDE LA PRÓVIDA MATER ECCLESIA

11 Feb, 2012 | Documentos de Institutos Seculares, Institutos Seculares

LOS INSTITUTOS SECULARES A LA LUZ DEL ITINERARIO HISTÓRICO Y ECLESIOLOGICO DESDE LA PRÓVIDA MATER ECCLESIA

MARÍA JESÚS FERNÁNDEZ CORDERO* Profesora de historia, Universidad Pontifica Comillas de Madrid.

Sequela Christi (publicación semestral de la Congregación para la Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, y cuyos dos números del pasado año, 2011, ha dedicado a los institutos Seculares).DACC-728957.jpg

El objetivo es trazar las líneas fundamentales del origen y sentido de los Institutos Seculares desde una perspectiva histórico-eclesiológica. El «mo­mento fundacional» de los II.SS va de las experiencias iniciales al reco­nocimiento institucional que supuso la Const. Ap. Provida Mater Ecclesia (1947), seguida del M.p. Primo feliciter (1948); se pone de relieve el con­texto histórico y eclesial que permite interpretar el surgimiento de los II.SS. como don de Dios para la Iglesia y para el mundo. El concilio Vaticano II supuso para toda la Iglesia un «momento de clarificación eclesiológica» con particular repercusión para los II.SS; la comprensión de la natu­raleza sacramental de la Iglesia y de su ser comunitario como pueblo de Dios resultaron esenciales para iluminar la realidad de la secularidad con­sagrada. Finalmente, el discurso de Benedicto XVI a los II.SS. el 3 de febrero de 2007 con motivo del 60 aniversario de la Const. Ap. Provida Ma­ter Ecclesia ofrece una iluminadora perspectiva de futuro y permite ahon­dar en la identidad y el servicio propio de la secularidad consagrada.

Introducción

Este artículo tiene su origen en una ponencia presentada en la Jornada conmemorativa del 60 aniversario de la Const. Ap. Provida Mater Eccle­sia, organizada por la Conferencia Española de Institutos Seculares (CEDIS) y celebrada en Madrid el 23 de junio de 2007. En aquel encuentro, lamentábamos la carencia de una historia de los II.SS. que – más allá de los hitos de su configuración canónica – abordara el estudio de los fun­dadores, los carismas, los grupos humanos, las formas de presencia y de acción en el mundo…, y que diera cuenta de la aportación de los mismos a la Iglesia y a la sociedad, como forma aún reciente de vida consagra­da. Una historia de este tipo requeriría la elaboración previa de múltiples monografías (de carácter biográfico, institucional, sociorreligioso…) y la creación de una verdadera biblioteca temática que facilitara un conjun­to de estudios en perspectiva diacrónica y sincrónica. Desde aquí animo a los II.SS. a tomar conciencia de la importancia de este tipo de investi­gaciones y promover y facilitar su realización. Con estas limitaciones, aquí tan sólo podemos esbozar un esquema que, sobre tres grandes hitos o momentos significativos, nos permita contextualizar la historia de los II.SS. y situarla en el marco del itinerario eclesiológico desde su aprobación has­ta la actualidad, con el deseo de que tal perspectiva contribuya a descu­brir mejor su sentido, su carácter de don para la Iglesia y para el mundo y los horizontes de futuro que se abren a su misión.

1. El momento fundacional: la Const. Ap. Provida Mater Ecclesia en el contexto histórico y eclesiológico de su tiempo

Cuando Pío XII aprobó la Const. Ap. Provida Mater Ecclesia, el 2 de febre­ro de 1947, dio «una configuración teológico-jurídica a una experiencia preparada en los decenios anteriores» y reconoció que «los institutos se­culares son uno de los innumerables dones con que el Espíritu Santo acompaña el camino de la Iglesia y la renueva en todos los siglos». Se produjo entonces uno de esos hitos históricos en el itinerario del pue­blo de Dios que son objeto de una doble mirada: por una parte, consti­tuyen un punto de llegada, pues son capaces de recoger los impulsos, energías, inquietudes y experiencias que emergen como novedad en la Iglesia otorgándoles una configuración esencial en el proceso de institucionalización de los carismas; por otra, ese mismo hecho se erige en punto de partida, pues el cauce integrador ofrecido supone, a su vez, un verdadero nacimiento eclesial de una realidad llamada a cre

1.1 Los orígenes

Se podrían rastrear precedentes históricos de la secularidad consagra­da en las épocas medieval y moderna, pero fue en el s. XIX cuando ta­les iniciativas adquirieron nuevos perfiles, en contextos sociales de fuer­te secularización. Ya a finales del s. XVIII, en los tiempos de la Revolución Francesa, Pierre-Joseph Picot de Cloviriére y Adélaíde de Cicé, con intención de salvaguardar el valor de la profesión de los consejos evangelice! ante la supresión de las órdenes religiosas, fundaron dos sociedades cuyos miembros estuvieron dispuestos a vivirlos de un modo nuevo: en medio del mundo. A comienzos del s. XIX se multiplicaron las experiencias, entre las que podemos destacar la Oeuvre de la Jeunesse fundada por Joseph Allemand, en Marsella, y el Istituto delle Ancelle del Sacro Cuore (Esclavas del Sagrado Corazón), fundado en Nápoles por Caterina Volpicelli, una de cuyas ramas, las Oblatas, acentuaba la secularidad vivien­do en el mundo con promesa de los consejos evangélicos. En la difícil coyuntura de la Polonia de mediados del XIX, el capuchino Onorato Kozminski fue – en palabras de Juan Pablo II – innovador en la vida monásti­ca y «fondatore di una sua nuova forma simile agli odierni istituti laicali». Estos precedentes reflejan las búsquedas de nuevas formas de vivir la consagración en situaciones, lugares y ambientes que constituían nue­vas fronteras, a causa de la secularización, las medidas gubernamenta­les de signo anticlerical o anticristiano, la falta de libertad religiosa o el alejamiento social respecto al cristianismo.
Eran, además, los tiempos del «catolicismo social» y de la encíclica de León XIII Rerum novarum (1891); frente a la miseria generada por la revolución industrial, los deseos de impregnar el mundo de la justicia y la caridad que vienen de Dios se tradujeron en una gran creatividad, como la de Andrée Butillard y Aimée Novo, quienes penetraron en los ambientes obre­ros femeninos, dieron a conocer la doctrina social de la Iglesia (a través de la École Nórmale Sociale) y fundaron la Unión Féminine Civique et Sociale para impulsar un apostolado social caracterizado por el estudio y la acción; su vocación orientada a «la humanización del mundo» se con­cretó en una congregación religiosa, la de Notre-Dame-du-Travail, que décadas más tarde se transformaría en Instituto Secular. Tras estos precedentes, en el período de entreguerras se multiplicó la crea­ción de asociaciones de este tipo. El panorama era el que salía de la I Guerra Mundial (1914-1918), enfrentamiento de potencias e imperios co­loniales hasta implicar a más de veinte países en el conflicto, con una terrible guerra de trincheras y un balance aproximado de entre ocho y diez millones de muertos y seis de heridos e inválidos; seguiría la cri­sis económica de los años veinte. El ascenso de los totalitarismos se dio también en estos años: el comunismo en Rusia (triunfo de la Revolución bolchevique en 1917 y puesta en marcha del Estado soviético, con la cre­ación de la URSS en 1922), el nacionalsocialismo en Alemania (el Parti­do Nazi NSDAP data de 1920 y Hitler instauró el Tercer Reich en 1933) y el fascismo en Italia (Mussolini llegó al poder en octubre de 1922, tras la marcha sobre Roma de los «camisas negras»).
Fueron años en los que emergió de un modo nuevo el apostolado de los laicos, una de cuyas expresiones más importantes fue la Acción Católi­ca, que en Bélgica y en Francia adquirió una fisonomía de organización especializada dirigida a diversos grupos profesionales (en 1924-1925 el sa­cerdote Joseph Cardijn fundó la Jeunesse ouvriére chrétienne, JOC). Aun­que todavía es un tema a investigar, algunas encuestas y testimonios in­dican una relación entre la Acción Católica y el crecimiento de las aso­ciaciones que luego serían institutos seculares. Tampoco fue infrecuente la conexión de los futuros II.SS. con las grandes tradiciones espirituales a través de las órdenes terceras. Así lo ha subra­yado Marie-Antotnette Perret para el caso de vocaciones dominicanas fran­cesas que recibieron la herencia espiritual de Lacordaire a lo largo del s. XIX. En otros casos, esta vinculación espiritual provino de los propios fun­dadores, como ocurre con la Piccola Famiglia Francescana, fundada en 1929 por el franciscano Ireneo Mazzotti y por Vincenza Stroppa. La espiritualidad franciscana inspiró igualmente a las Misionarie della Regalitádi Cris­to (que se consagraron en un primer momento como Terciarias Francis­canas del Reino Social del Sagrado Corazón), fundadas en Asís en 1919 por Armida Barelli (muy comprometida en la Acción Católica) y el P. Agostino Gemelli, OFM; este último, a quien se debe la creación de la Universitá Cattolica del Sacro Cuore de Milán (1921), de la que fue rector, fundó también el instituto masculino, por entonces Pio Sodalizio dei Missionari della Regalitá di Cristo (1928) y fue uno de los principales impulsores de los II.SS., tanto en la formulación del pensamiento sobre la secularidad consagrada como en el reconocimiento eclesial de los mismos.
En efecto, Agostino Gemelli, junto con Max Joseph Metzger (fundador del Christkonigs-Institut de Meitingen, Alemania) promovió, después de un pequeño encuentro en Milán en 1937 y con autorización de Pío XI, una conferencia en Oberwaid, cerca de Saint Gall (Suiza) en 1938, con la par­ticipación de 25 responsables de asociaciones; esto permitió concretar su perfil y manifestar la necesidad de hallar su lugar en la Iglesia. Un nue­vo encuentro, previsto para 1939 en Milán, no llegaría a celebrarse, pero la memoria redactada por el P. Gemelli ese año constituiría un texto de gran valor para los futuros documentos pontificios.

1.2. Significado de la Const Ap. Provida Mater Ecclesia (1947) y de Primo feliciter (1948) a la luz del contexto histórico y eclesiológico

Desde 1941 varias comisiones estudiaron la situación jurídica de estas aso­ciaciones; participaron en ello consultores del Santo Oficio, de la Con­gregación de religiosos y de la Congregación del concilio, destacando las orientaciones del cardenal Larraona. El resultado de estos trabajos condujo a la promulgación de la Const. Ap. Provida Mater Ecclesia por Pío XII en 1947. Con frecuencia se atiende sólo a la clarificación teológico-jurídica de la cuestión planteada. Sin embargo, resulta también iluminador atender al tiempo histórico en que esto se produjo, pues se trataba de escuchar la llamada del Espíritu tanto por parte de quienes acogían esta vocación en las asociaciones que iban surgiendo, como por parte de las instancias institucionales implicadas en tal discernimiento.
¿Cuáles eran los rasgos fundamentales de este tiempo histórico? Baste recordar que en 1947 Europa salía de las ruinas de la 2a Guerra Mundial (1939-1945), en la que habían perdido la vida más de 50 millones de per­sonas; algunas cifras hablan de 55 millones de muertos, 35 millones de heridos y 3 millones de desaparecidos, horror bélico al que hay que aña­dir el del Holocausto. Tan sólo dos años antes, en agosto de 1945, habían sido lanzadas las bombas atómicas contra Hiroshima y Nagasaki. Los pri­meros años de la posguerra fueron tiempos de hambre, miseria, desor­ganización y caos, a lo que se unían los éxodos de refugiados. Europa se dividió en las dos áreas de influencia que vivirán en tenso enfrentamiento durante la «guerra fría», y en la parte oriental, bajo el dominio sovié­tico, pervivirá lo que se ha llamado «la Iglesia del silencio». En 1949, des­pués de una larga guerra civil, triunfaría el comunismo en China.
La recuperación material de Europa occidental comenzó en 1948 y fue pro­digiosa, hasta el punto de que diez años después, en 1958, estaba ya en funcionamiento el Mercado Común Europeo (creado en 1957). En menos de una década, tras la más devastadora guerra de su historia, se había re­cuperado materialmente y tomaba conciencia de su identidad. Era un mun­do asombrado y estremecido ante el poder de la ciencia: se había hecho consciente de que ésta no sólo puede servir a la calidad de la vida hu­mana, sino que también puede destruirla hasta el exterminio; emergían los dilemas éticos del uso del conocimiento científico. Por otra parte, los modelos económicos del capitalismo y el comunismo generaban sus pro­pios problemas: las desigualdades, la falta de libertad, las condiciones de la industrialización, los desequilibrios del mundo.
En estos años difíciles y cambiantes, se vivió una verdadera renovación de la Iglesia en muchos lugares de Europa occidental. Respecto a Francia, el dominico Yves Congar – que tanto aportaría más tarde al Concilio y cuyo itinerario eclesiológico tomaremos como hilo conductor-, recordaría esta época, y sobre todo los años que coinciden con nuestro concreto inte­rés, como uno de los momentos más hermosos de la vida de la Iglesia: «Qui n’a pas vécu les années 1946-1947 du catholicisme françáis, a man­qué l’un des plus beaux moments de la vie de l’Église. […] Que l’avenir de l’Église soit lié á l’avenir du monde, nous l’avons redécouvert depuis, mais c’était alors une évidence donnée dans l’expérience elle-méme».
Situémonos en estos años, hasta los primeros de la década de los 50; se­ñalaré tan sólo los elementos más destacados de este contexto eclesial: La toma de conciencia de las necesidades evangelizadoras se formuló en Francia con la expresión: «Iglesia en estado de misión».
• Se hablaba ya entonces de un verdadero despertar del laicado. Des­de los años 20, la Acción Católica, aunque era concebida como «par­ticipación de los seglares en el apostolado jerárquico de la Iglesia», daba ocasión para reflexionar sobre la naturaleza del apostolado se­glar. En 1953 Congar publicó Jalones para una teología del laicado. Emer­gía así en la eclesiología la conciencia de que ésta se había reducido a una «jerarcología» y de que se transmitía una imagen sobre todo ins­titucional, jurídica y sociológica de la Iglesia – en la que los laicos sólo aparecían como pasivos receptores del ministerio de los clérigos -, e insuficiente para mostrar al mundo y a los propios cristianos el ser de la Iglesia, que es misterio.
• El movimiento litúrgico, que desde los años 20 buceaba en la histo­ria de la liturgia, se enriqueció sensiblemente cuando redescubrió de modo nuevo el significado de la liturgia al haber hecho la experien­cia de «comunidad en torno al altar» como fuente de vida y de forta­leza en la época del Tercer Reich. Ya antes las obras de Romano Guardini (El espíritu de la liturgia, 1918) habían contribuido «en muy bue­na medida a que se tomara en serio el mundo y se le interpretara con los ojos de la fe». Y en 1947 la Enc. Mediator Dei de Pío XII impulsa­ba la participación activa y personal de todos los fieles en la acción li­túrgica. De este modo, la liturgia se revelaba como el primer foco ilu­minador acerca del misterio de la Iglesia, de una Iglesia en el mundo.
• El movimiento ecuménico, que se fue gestando desde fines del s. XIX y comienzos del XX en ámbitos protestantes, condujo a la reunión ecu­ménica de Utrecht de 1938 en que se decidió la constitución del Con­sejo Mundial (o Ecuménico) de las Iglesias; su primera asamblea ge­neral, prevista para 1941, tuvo que ser aplazada a causa de la guerra,
y finalmente se celebró en Amsterdam en 1948; es significativo que el tema de este primer encuentro fuese «El desorden del mundo y el plan salvífico divino». Este movimiento encontró aproximaciones también desde el ámbito católico, aunque los pioneros (Portal, Couturier, Beauduin, Congar) hubieron de vencer fuertes reservas y cautelas ofi­ciales. Vale la pena recordar que también los futuros institutos secu­lares aportaron entonces alguna de estas personalidades, como la del ya mencionado Max Joseph Metzger, que en 1938 fundó la hermandad Una Sancta para promover la oración y los encuentros ecuméni­cos y convocó reuniones de este tipo en Meitingen, cerca de Augsburgo, antes de su ejecución por los nazis en 1944, acusado de ser «un apóstol de la paz».
• El retorno a las fuentes de la Escritura y de la Tradición, con los mo­vimientos bíblico y patrístico, iba a permitir a la Iglesia, y en concre­to a la eclesiología, alzar la mirada por encima de siglos de clericalis­mo, para retornar a la noción de Iglesia como misterio.

Estas corrientes en la vida de la Iglesia estaban diciendo en ella y a ella muchas cosas que todavía tienen hoy actualidad: que es insuficiente una noción jerárquica y de sociedad perfecta para decirse a sí misma y al mun­do lo que ella es: misterio; que este misterio se vive profundamente en la liturgia; que ha de nutrirse en la fuentes y renovarse desde ellas; que ha de reconocer plenamente a todos sus miembros, también a los laicos; que ha de mirar al mundo, tantas veces y en tantos lugares herido y ator­mentado: ahí está su misión; que en medio de este mundo pone la litur­gia su signo, para que los hombres puedan beber de las fuentes de agua viva; que en medio de un mundo dividido emerge la urgencia de la uni­dad de los cristianos, para que ese mundo crea.

Esta era la época de la Const. Ap. Provida Mater Ecclesia. Pues bien, en ella Pío XII afirmaba: «los Institutos seculares se han multiplicado silen­ciosamente y han revestido formas muy variadas». El Papa reconocía esta realidad, y quería recoger las aspiraciones de todos aquellos que deseaban abrazar los consejos evangélicos en el mundo. La gran no­vedad, que se percibió inmediatamente, fue el nacimiento a la existen­cia de una nueva forma de vida consagrada en medio del mundo, dis­tinta de la de los religiosos, la única existente hasta entonces. Por eso se ha hablado, de «un antes y un después de 1947», si bien la recep­ción de tal novedad todavía requeriría un largo proceso que habría de sobrepasar la etapa del concilio Vaticano II y el postconcilio, hasta re­flejarse, incluso institucionalmente, en el paso de la expresión «vida re­ligiosa» a la denominación «vida consagrada».

Pues bien, Pío XII veía en estos Institutos «un instrumento oportuno de penetración y apostolado» y «una ayuda eficaz de la Iglesia y de las al­mas […] para una intensa renovación cristiana de las familias, las profe­siones y la sociedad civil, por el contacto íntimo con una vida perfecta y totalmente consagrada a la santificación, para un multiforme apostola­do y para el ejercicio de los ministerios en lugares, tiempo y circunstan­cias prohibidos o inaccesibles a los sacerdotes y religiosos».

Hay que observar que la Const. Ap. Provida Mater Ecclesia es deudora del despertar de los laicos que se vivía en la Iglesia y de «la teología del laicado» que se estaba alumbrando en esos momentos, volcada en la «promoción del laico», una teología que se esforzaba en introducir a los laicos en la vida y la misión de la Iglesia, de modo activo, pero que era todavía como el vino nuevo en odres viejos. Aún tenía demasiado peso en ella la herencia postridentina que ponía el acento en las estructuras jerárquicas de la Iglesia y, por tanto, en la contraposición entre ministros y simples fieles. Esta teología del laicado se entrega con pasión – en pa­labras de Congar – al «redescubrimiento de esta verdad decisiva: los lai­cos son plenamente Iglesia»; pero él mismo decía también entonces: «los laicos siempre formarán en la Iglesia un orden subordinado». El esque­ma eclesiológico de fondo era el de la contraposición del binomio «sa­cerdotes-laicos». Según él, en el primer elemento del binomio – sacer­dotes – reside la estructura de la Iglesia, lo que en ella viene de Dios, la mediación de la gracia, el don; en el segundo – los laicos – pese al carác­ter activo que se le quería reconocer, lo esencial sigue siendo la recep­ción y el resto una colaboración o una participación. Por eso, en las líne­as que hemos citado de la Const. Ap. Provida Mater Ecclesia, late aún la idea del apostolado seglar como un complemento de una misión que, en último término, corresponde plenamente a los sacerdotes: los laicos llegan donde éstos no alcanzan. Son un complemento necesario.

Si nos acercamos a la Enc. Mystici Corporis de Pío XII, de unos años an­tes (1943), que supuso un avance importante en la consideración de la Iglesia como misterio, podemos constatar, en su n.8, que aparece la in­tegración de los laicos en el Cuerpo místico, pero en el último lugar. El Papa afirmaba que el cuerpo de la Iglesia no se reduce a los grados de la jerarquía, pero contemplaba la «estructura orgánica» desde la clave de la «sagrada potestad», de modo que los laicos ocupan el otro extremo, el inferior; aunque sus palabras son de reconocimiento, al hablar de su participación activa se refiere a «los seglares que prestan su colaboración a la jerarquía eclesiástica para dilatar el reino del divino Redentor», e in­dica que «también ellos» pueden subir a la cumbre de la santidad. Ad­virtamos que cada vez que nos encontremos con este «también los lai­cos», significa una inclusión condescendiente, porque persiste la sospe­cha sobre la posibilidad de la santidad en medio del mundo y porque se cree que la esencia de la Iglesia reside en el elemento jerárquico, que re­cibe de Cristo su potestad. Podría haber ya una velada alusión a los futu­ros Institutos seculares al hablar de quienes «habiendo abrazado los con­sejos evangélicos, llevan una vida de trabajo entre los hombres»; si es así, los II.SS. ocuparían el lugar intermedio junto con los religiosos Contando con esta eclesiología, el motu proprio Primo Feliciter (12 de marzo de 1948) profundizó y precisó lo establecido por la constitución apostólica. Este documento describe la «vocación especial de Dios» – de la qe ya hablaba la PME-, con las imágenes de la sal del mundo, la luz en medio de las tinieblas y el fermento en la masa. Y afirma que el carácter secular es el carácter «propio y peculiar» de estos Institutos, «en el cual con­siste toda la razón de su existencia». Habla de «la plena consagración a Dios y a las almas» y subraya que su apostolado «debe ejercerse fiel­mente, no sólo en el siglo, sino como desde el siglo».
Así pues, este primer momento fundacional nos muestra el nacimiento de unos Institutos cuyos miembros viven la consagración en la seculari­dad, cuyo carácter propio es el secular. El contexto histórico, social y eclesial que hemos esbozado nos permite interpretar lo que la aparición de los II.SS. dice a la Iglesia: el Evangelio ha de llegar al mundo «desde den­tro» de él, y desde dentro ha de transformarlo para hacerlo plenamente de Dios. Esta intuición, manifestada por la consagración vivida en el si­glo y desde el siglo, está indicando que no es la hora de la fuga mundi, sino la del servicio al mundo. Y decir esto ha sido y es, por parte de los II.SS., un servicio profético a toda la Iglesia.

En las incomprensiones de estos primeros momentos, que llevaron a los II.SS a un prolongado y doloroso cuestionamiento de su identidad, consi­derando consagración y secularidad como dos polos separados que había que unir con gran esfuerzo (como si la secularidad disminuyese la consa­gración o viceversa), hay que leer también el impacto de la novedad en una Iglesia no suficientemente situada en el «desde dentro» del mundo. Y es que nos falta aún aludir a las actitudes de inercia y de resistencia a la renovación, con las cuales tuvieron que batirse todas las corrientes que hemos mencionado.
Advirtamos de entrada que no se trata de buenos y malos: se trataba de comprender en qué consistía la fidelidad a la Iglesia. El propio Pío XII, que proclamaba un nuevo estatus para los II.SS., contemplaba muchas veces el mundo como ámbito de las tinieblas, dominado por el Maligno; con­sideraba a la Iglesia perseguida, de tal forma que prolongó durante su pon­tificado la «actitud defensiva» heredada desde los tiempos de la Revolu­ción Francesa; planteaba la acción evangelizadora en términos de «recon­quista» de lo que se había perdido; en fin, predominaba en él una visión negativa del mundo extraeclesial. Así, en esta dicotomía, la oscuridad está en el mundo, la luz en la Iglesia.

Esta era la sombra que corría el riesgo de agostar todos esos gérmenes que estaban naciendo. Sin embargo, Congar, que vivió personalmente todas estas dificultades, recordaría también estos años como aquellos en los que se hizo experiencia – antes que formulación – de que el porvenir de la Iglesia está ligado al porvenir del mundo. Y la vuelta a la Palabra a los Santos Padres, a la liturgia viva -que es un acto de la ecclesia, y no sólo del sacerdote -, a la conciencia de misión y al compromiso de los laicos condujo a una conciencia nueva del ser de la Iglesia: la Ig1esia es un «Nosotros»; aquí radica el re-descubrimiento del ser comunitario de la Iglesia; re-descubrimiento porque es una verdad de la Tradición, vivida intensamente en los primeros siglos, pera «olvidada» bajo las espesas y duras capas del clericalismo» Congar supo también ver que de esta nueva y auténticamente tradicional conciencia eclesiológica dependía la fecundidad espiritual de la Iglesia.


2. El momento de clarificación eclesiológica: el Concilio Vaticano 11 y su significación para los Institutos Seculares

Entre la proclamación de la PME (1947) y la celebración del Vaticano II (1962-1965) transcurrió un período fundamental en la institucionalización de la secularidad consagrada. En 1962 existían 15 institutos de derecho pon­tificio, unos 60 de derecho diocesano y asociaciones que todavía no ha­bían obtenido la aprobación oficial. En los años conciliares continuó este proceso y así en 1967 había 89 Institutos erigidos canónicamente: 20 de derecho pontificio y 69 de derecho diocesano. Sería esta presencia, hu­milde e insistente, la que fuera produciendo la nueva orientación termi­nológica que se concretaría en la expresión «vida consagrada».

El concilio Vaticano II supo – utilizando la metáfora a que nos hemos re­ferido antes – romper los odres viejos para acoger el vino nuevo. Aunque aún estaba vigente la terminología de «vida religiosa», la profundidad de sus planteamientos eclesiológicos logró tal renovación: unos odres nue­vos. Conviene no reducir su referencia para los II.SS. a su mención en el n. 11 del decreto Perfectae caritatis y a la alusión en Ad gentes 40; aun­que ello sea esencial – e incluso sea preciso recordarlo para quienes aún hoy minusvaloran la secularidad consagrada, es necesario situarse en la hondura de la reflexión conciliar para percibir su significado y su al­cance para la vida de los II.SS. Vamos a señalar sólo dos aspectos impor­tantes para lo que nos ocupa.

La noción de Iglesia como «pueblo de Dios» está cargada de valor: redes­cubre el sentido bíblico de la elección, del llamamiento para una misión, de la alianza y la consagración a Dios, de las promesas, que le hacen ser un pueblo portador de una esperanza, nos sitúa en el mundo y en la his­toria, y nos da un sentido concreto de Iglesia. El Concilio dedica al «pue­blo de Dios» el capítulo II de la Const. Dog. Lumen gentium, inmediata­mente después de hablar del misterio de la Iglesia (cap. 1) y antes de tra­tar la constitución jerárquica de la Iglesia (cap. 3). Este orden de los capítulos fue una decisión debatida, tomada conscientemente, con unas motivaciones e intencionalidad claras, entre las cuales destacamos la afirmación de que en el plan salvífico de Dios el pueblo entra en la catego­ría de fin y la jerarquía en la categoría de medio, así como el hecho de que una buena estructura interna de la constitución requería tratar pri­mero de todo el pueblo y sólo después considerar las categorías existen­tes en él. La decisión fue «anteponer» el capítulo del pueblo de Dios al de la jerarquía. Por eso afirmó Congar que el «lugar» que ocupa este ca­pítulo en la LG tiene «alcance doctrinal».

Esto es de tal trascendencia que, en la recepción del Concilio, condujo a la eclesiología a replantearse su comprensión de la Iglesia. Yves Con­gar es aquí un ejemplo modélico del «antes» y el «después» del Conci­lio. Abandona, en su conocida retractación, el binomio «sacerdotes-lai­cos», que era la reducción de un esquema lineal: «Cristo jerarquía fie­les», en el cual el sacerdocio ministerial aparecía como anterior y exte­rior a la comunidad, con una relación de superior a inferior; y sustituye este esquema lineal por otro en el cual la comunidad aparece como una realidad envolvente en cuyo interior los ministerios se sitúan como ser­vicios de lo que la comunidad está llamada a ser y a realizar. Con esto, se ha pasado de una concepción jerárquica piramidal a una concepción comunional, de la societas inaequalis a la igualdad fundamental de todos los miembros del pueblo de Dios, y de la polarización «sacerdotes-laicos» a una única realidad comunitaria internamente estructurada, con diver­sidad de dones y carismas y toda ella bajo la acción del Espíritu. Este cam­bio se expresó también con los términos de un binomio: «comunidad -ministerios o servicios», pero no en el sentido de una bipolaridad, sino en el de una realidad internamente estructurada; Congar dirá: «nosotros sostenemos que Cristo ha querido una comunidad estructurada».

La recepción conciliar en la eclesiología supuso también pasar de un len­guaje más sociológico y en términos de poderes a un lenguaje más bí­blico y en términos de servicio; pasar de una subordinación y participa­ción de los laicos en la misión jerárquica, a una única misión de todo el pueblo de Dios, en el mundo y en la historia, al servicio de la cual se si­túa el ministerio; de una promoción del laicado, a un reconocimiento de la ministerialidad de toda la Iglesia, que se expresa en su diversidad de servicios y ministerios al interior, para que, a su vez, toda la Iglesia sea servidora en el mundo, llamado a ser reino de Dios.

La Const. Dog. Lumen gentium comienza afirmando que «la Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano»; afirma también que toda ella «recibe la misión de anunciar el reino de Cristo y de Dios e instaurarlo en todos los pueblos, y constituye en la tierra el germen y el prin­cipio de ese reino». Así, recuperando la noción de sacramentalidad, esta Constitución dogmática sitúa a la Iglesia – a toda la Iglesia -dentro del mun­do, al modo de un germen del Reino, de una semilla en la tierra.

Y el comienzo de la Const. Past. Gaudíum et spes será la mejor expre­sión de la voluntad de vivir esto por parte de una Iglesia que se redes­cubre así situada. Por primera vez un documento conciliar se dirige «no sólo a los hijos de la Iglesia católica y a cuantos invocan el nombre de Cristo, sino a todos los hombres, con el deseo de anunciar a todos cómo entiende la presencia y la acción de la iglesia en el mundo actual».

Todos recordamos bien las hermosas y profundas palabras con que co­mienza esta Constitución pastoral: «Los gozos y las esperanzas, las tris­tezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tris­tezas y angustias de los discípulos de Cristo.

Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su cora­zón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para co­municarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente so­lidaria del género humano y de su historia».

Y más adelante, después de haber reflexionado sobre la dignidad de la persona humana, sobre la comunidad humana y sobre el sentido de la actividad humana, dedica el capítulo IV a considerar a la Iglesia «en cuan­to que existe en este mundo y vive y actúa con él». Halla en todo lo di­cho la base del diálogo mutuo y reconoce no sólo lo que la Iglesia apor­ta al mundo, sino también lo que ella recibe de él. El Concilio afirma así que la Iglesia «avanza con toda la humanidad y experimenta la misma suer­te terrena del mundo, y su razón de ser es actuar como fermento y como alma de la sociedad, que debe renovarse en Cristo y transformarse en fa­milia de Dios». Resume de este modo su aportación: «Al buscar su propio fin de salvación, la Iglesia no sólo comunica la vida divina al hombre, sino que además difunde sobre el universo mundo, en cierto modo, el reflejo de su luz, sobre todo curando y elevando la dignidad de la per­sona, consolidando la firmeza de la sociedad y dotando a la actividad dia­ria de la humanidad de un sentido y de una significación mucho más pro­fundos. Cree la Iglesia que de esta manera, por medio de sus hijos y por medio de su entera comunidad, puede ofrecer gran ayuda para dar un sentido más humano al hombre y a su historia».

No podemos extendernos más. Baste recordar que la Iglesia afirma esto desde la humildad, consciente de lo valioso de su don para todos los hombres, proclamando que el misterio del hombre sólo se esclarece en el mis­terio de Cristo (GS 22), pero ofreciéndolo en actitud servicial. Estos dos aspectos – la comprensión de la Iglesia en términos de «comu­nidad-ministerios» y su ser en el mundo con una naturaleza sacramen­tal – han llevado a la eclesiología posterior a desarrollar el tema de la lai­cidad o la secularidad como dimensión de toda la Iglesia. Así, Bruno Forte tomó la estela de Congar a partir de su «retractación» y expuso esta noción. La laicidad (o secularidad si queremos tomar el tér­mino afín a la historia que aquí exponemos) como dimensión de toda la Iglesia significa:
• El reconocimiento del valor, la consistencia propia y la legítima auto­nomía de las realidades terrenas, tal y como se expresa en GS 36.
• El reconocimiento de la presencia de Cristo en los valores terrenos, pues están ordenados intrínsecamente a él y él los ha asumido en su encarnación y transformado en su eucaristía.
• La superación de una conexión demasiado rígida y excluyente entre los laicos y la secularidad para reconocer que todos los bautizados re­ciben el Espíritu para darlo al mundo, según la variedad de acentos vin­culados a los diversos carismas y ministerios.
• El cuidado de que la laicidad como dimensión de toda la Iglesia no se confunda con una reducción de la novedad cristiana, porque enton­ces sería una presencia más entre otras – tampoco la eclesiología se puede reducir a una teoría de la praxis social de la comunidad. Al con­trario, se trata de ejercer una función crítico-profética que lleve a con­frontar el presente con la Palabra, conjugando la fidelidad al mundo presente con la fidelidad al mundo que ha de venir.
• El desarrollo de una eclesiología misionera, dialógica y ministerial.

¿Qué conclusión podemos sacar del acontecimiento conciliar para los II.SS? Sin duda y en primer lugar, la acción de gracias, porque el Conci­lio recogió el sentido profético de quienes llamaban a la Iglesia a redes­cubrirse como misterio, como comunidad, y como presencia en el mun­do. Y a esa especie de profecía pertenecen con su vida los II.SS., como habrá podido percibirse al situarlos en el contexto histórico-eclesial. En segundo lugar, considero que nuestra recepción actual del Concilio como II.SS. nos invita a acoger algunas llamadas:
• Aprender del Concilio a subrayar y vivir la igualdad fundamental de todos los miembros del pueblo de Dios y, por tanto, en nuestro ser al interior de la Iglesia, acentuar la igualdad y no la diferencia; somos parte del pueblo de Dios, no tenemos que poner nuestra identidad en contraponernos a nadie.
• Entender que cuando el Concilio, en el Decr. Perfectae caritatis 11, nos exhorta a conservar nuestro carácter propio y peculiar – la secularizad -, lo hace para que realicemos eficazmente el apostolado en el mundo y desde el mundo. Es decir, nos sitúa mirando al mundo, para procurar en él y desde dentro la realización del designio salvífico de Dios.
Y repite la imagen del fermento; utiliza, pues, la misma imagen que para la Iglesia entera, la cual ha sido puesta en el mundo por Dios a modo de fermento (GS 40). Esto es importante para nuestras relaciones intraeclesiales: porque hoy, por ejemplo, no podremos sostener ante los religiosos, volcados activamente en el servicio al mundo, sobre todo a los demás necesitados, que ellos no están en el mundo y nosotros sí (aplicando encorsetados esquemas de identificación de la vida re­ligiosa con la fuga mundi). La secularidad es de todos los bautizados, todos llamados a ser fermento.
• Pero al señalar que la secularidad es nuestro carácter «propio y pecu­liar» se nos indica – dentro de la secularidad de toda la Iglesia – que hay en los Institutos un acento, un carisma. Se trata de recordar a toda la Iglesia y a todos los hombres la preocupación por el mundo, por esta humanidad herida que necesita la presencia amorosa de Dios. Los II.SS.
y cada uno de sus miembros han de vivir de tal modo que, cuando la
Iglesia, o una comunidad, o un cristiano, o cualquier persona… se re­pliegue sobre sí misma olvidando las necesidades del mundo, noso­tros se lo recordemos con nuestra vida. Esto es lo propio de nuestro carácter secular: ser un «signo» que despierta, que anuncia, que de­nuncia, que llama a la conversión… y todo ello desde dentro de la Igle­sia y desde dentro del mundo.
• Reconociendo a todos su secularidad, en sentido amplio y diverso, es­taremos en disposición de recordársela cuando lo olviden, de ayudar­les a ser para el mundo, de crecer juntos en el servicio al Reino. Y así seremos signo profético para todos; si no, dedicados a afirmarnos a nosotros mismos en contraposición con otros, sencillamente no se­remos para ellos signo, es decir, caeremos en la «insignificancia».

Avanzar, por tanto, en un camino de crecimiento y maduración interior, de desarrollo pleno y positivo de los dones del Espíritu al servicio de la humanidad, nos requiere al mismo tiempo vivir enraizados en la espiri­tualidad de comunión que tan bien describiera Juan Pablo II en la Carta Ap. Novo millennio ineunte.

Será también la fuerza de esa espiritualidad la que, a su vez, la irá gene­rando o suscitando más allá de nosotros e irá abriendo cauces de significativad de la secularidad consagrada en la Iglesia y en el mundo.

3. El presente que apunta al futuro: el discurso de Benedicto XVI a los Institutos Seculares (2007)

En la primera redacción de este texto como ponencia para la Jornada con­memorativa del 60 aniversario de la Const. Ap. Provida Mater Ecclesia en CEDIS, indicaba que era importante darnos tiempo para leer, reflexionar y compartir las palabras que Benedicto XVI nos había dirigido a los II.SS. el 3 de febrero de 2007 con ocasión de la Conferencia Mundial celebra­da en torno a este aniversario. Pues bien, todavía me parece necesaria esta tarea, pues considero que tales reflexiones, insertas en el itinerario histórico-eclesiológico que hemos trazado, adquieren verdadero relie­ve: nos ofrecen vías de profundización teológica aún no exploradas su­ficientemente desde la especificidad de los II.SS., nos indican y nos re­quieren servicios eclesiales que abordar o en los que avanzar, y nos se­ñalan retos en nuestro servicio a la humanidad actual. El texto comple­to es de gran densidad; sólo voy a destacar algunos aspectos. El Papa sitúa el fundamento teológico de nuestra vocación en el miste­rio de la Encarnación. El «desde dentro» que hemos venido subrayando, procede de ahí: «Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único (Jn 3,16). La obra de la salvación no se llevó a cabo en contraposición con la historia de los hombres, sino dentro y a través de ella». Al mismo tiempo que afirma esto, nos dice: «…lo que hace que vuestra inserción en las vicisitudes humanas constituya un lugar teológico es el misterio de la Encarnación».
Un lugar teológico, es decir, una fuente del quehacer teológico, de la ex­periencia de Dios, del desvelamiento de su rostro, de la manifestación de su voluntad. Hay aquí un avance cualitativo a la hora de contemplar nuestra inserción en él mundo, nuestra secularidad. Al principio de nuestra historia institucional había aún una cierta vacila­ción: recordemos que PF6 animaba a los II.SS. al apostolado «no sólo en el siglo, sino como desde el siglo»; y qué el decreto conciliar PC 11 los llamaba a mantener «su carácter propio y peculiar, es decir, secular, a fin de que puedan cumplir eficazmente y por dondequiera el apostolado en el mundo y como desde el mundo, para el que nacieron». Ciertamente, ese «como desde el mundo» parecía expresar una compa­ración, un símil, más que de una realidad plena. Pues bien, en el texto de Benedicto XVI ya no hay sombras en esto, porque la referencia esencial es que el plan de Dios está «inscrito en la obra salida de sus manos»: «El mismo acto redentor se realizó en el contexto del tiempo y de la histo­ria, y se caracterizó como obediencia al plan de Dios inscrito en la obra salida de sus manos». Y no solo no hay vacilación, sino que se afirma que aquí hay un lugar teológico: las vicisitudes humanas, la historia, son, por la Encarnación, el lu­gar en el que se realiza el plan de Dios. Por eso el Papa anima continuamente a «la adhesión oblativa al plan salvífico manifestado en la Palabra revelada, la solidaridad con la historia, la búsqueda de la voluntad de Dios inscrita en las vicisitudes humanas gobernadas por su providencia». Nos indica, pues, el lugar donde estar y el modo de estar:«…sentíos implicados en todo dolor, en toda injusticia, así como en toda búsqueda de la verdad, de la belleza, de la bondad, no porque tengáis la solución de to­dos los problemas, sino porque toda circunstancia en la que el hombre vive y muere constituye para vosotros una ocasión de testimoniar la obra salvífica de Dios. Esta es vuestra misión».

El Papa insiste reiteradamente en nuestro «carácter secular». Los miem­bros de los institutos estamos «inmersos» en la secularidad en virtud de la condición existencial o del ministerio pastoral. Hay, pues, una secula­ridad del mundo – consistencia propia de las realidades terrenas -, y una secularidad de la Iglesia misma, inmersa por existencia y por ministerio en la realidad creatural; y de ella los ll.SS ofrecen un signo carismático. Nos dice también Benedicto XVI que el carácter secular de nuestra con­sagración se realiza por «los medios propios de todo hombre y mujer que viven en condiciones ordinarias en el mundo». Es decir, no creando for­mas distintas de vida que nos diferencien de las condiciones ordinarias de los hombres, sino en esas condiciones y con esos medios propios de todos. Y es que sólo así, sólo compartiendo esto con todos en la cotidianeidad, con las mismas dificultades, problemas y alegrías que el común de la gente, podremos ser «signo» para ellos de la presencia y el amor de Dios. El lugar de nuestro apostolado es todo lo humano, dentro de la co­munidad cristiana y dentro de la comunidad civil, en diálogo con todos. Y, por último, este carácter secular se desarrolla de una forma concreta: «la de una relación profunda con los signos de los tiempos que estáis lla­mados a discernir, personal y comunitariamente, a la luz del evangelio». Y añade: «este discernimiento es vuestro carisma». Esto significa que los ll.SS. han de tener un relieve especial – por caris­ma – en el discernimiento eclesial de los signos de los tiempos. Son pa­labras que interpelan, que han de hacernos pensar sobre la realización de este carisma; y no porque la Iglesia haya de esperar de nosotros la so­lución a los problemas en relación con el mundo – esto sería malinterpretar y pervertir el sentido, pues el mismo Pontífice ha empleado pala­bras de humildad sobre esto -, sino porque este carisma nos exige ante todo una mirada creyente sobre la realidad: se nos pide disposición para ver en la historia la acción de Dios, lo nuevo que él hace brotar, los cambios a los que nos llama, los pecados que denuncia, las consecuencias que tiene para nuestra vida el actuar de Dios. En definitiva, «discernir» lo que viene de Dios. Éste es el servicio que se nos pide. Se trata del servicio de la interpretación de las vicisitudes humanas a la luz de la fe. Pero los signos de los tiempos están en la historia y tienen un alcan­ce universal, un valor para toda la humanidad; por eso esta tarea nos pone en diálogo con todo el mundo, en una amplísima capacidad de servicio, para generar comunión entre los hombres, para hacer crecer las semillas del Reino, para reconocer esas semillas del Reino allí don­de estén y llevarlas a plenitud.
Al mostrarnos así Benedicto XVI, con esa claridad que le destaca, nues­tra misión y nuestro carisma, nos llama – Dios nos llama por su mediación – a ser hombres y mujeres de fe, de esperanza y de amor en la sociedad de hoy. Termino con palabras suyas, palabras que han tenido una mag­nífica recepción, una afectuosa acogida (al ser ellas mismas expresión del afecto y del reconocimiento del Santo Padre) y que nos ayudan a vivir con un profundo sentido de pertenencia y de servicio: «Os encontráis hoy aquí para seguir trazando el recorrido iniciado hace sesenta años, en el que sois portadores cada vez más apasionados del sen­tido del mundo y de la historia en Cristo Jesús. Vuestro celo nace de ha­ber descubierto la belleza de Cristo, de su modo único de amar, encon­trar, sanar la vida, alegrarla, confortarla. Y esta belleza es la que vuestra vida quiere cantar, para que vuestro estar en el mundo sea signo de vues­tro estar en Cristo»

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