Semana Santa 2015

23 Mar, 2015 | Semana Santa

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ESPECIAL SJ SEMANA SANTA 2015

Vivir el domingo de Ramos, ciclo B
MARCOS 15, 1-39
«Tu cruz nos lleva al cielo»

Por la mañana los sumos sacerdotes, con los senadores, los letrados y el Consejo en pleno, prepararon su plan y, en seguida, atando a Jesús, lo llevaron y lo entregaron a Pilato. Pilato lo interrogó:

-¿Tú eres el rey de los judíos? Él le contestó:

-Tú lo estás diciendo. Los sumos sacerdotes lo acusaban de muchas cosas. Pilato reanudó el interrogatorio:

 ¿No respondes nada? Mira de cuántas cosas te acusan. Pero Jesús no respondió nada, por lo que Pilato estaba sorprendido. Cada fiesta solía soltarles un preso, el que ellos solicitaran.

El llamado Barrabás estaba en la cárcel con los sediciosos que en la sedición habían cometido un asesinato. Subió la multitud y empezó a pedir que hiciera lo que solía. Pilato les contestó:

 ¿Queréis que os suelte al rey de los judíos? Porque sabía que los sumos sacerdotes se lo habían entregado por envidia. Pero los sumos sacerdotes incitaron a la multitud a pedir que les soltara mejor a Barrabás.

Intervino de nuevo Pilato y les preguntó:

 Entonces, ¿qué queréis que haga con ese que llamáis «el rey de los judíos»?

Ellos esta vez gritaron: -¡Crucifícalo!

Pilato les preguntó: -Pero, ¿qué ha hecho de malo?

Ellos gritaron más y más: -¡Crucifícalo!

Pilato, queriendo dar satisfacción a la multitud, les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de hacerlo azotar, lo entregó para que lo crucificaran. Los soldados lo condujeron al interior del palacio, es decir, a la residencia del gobernador, y convocaron a toda la cohorte. Lo vistieron de púrpura, le pusieron una corona de espino que habían trenzado y empezaron a hacerle el saludo:

-¡Salud, rey de los judíos! Le golpeaban la cabeza con una caña, le escupían y, arrodillándose, le rendían homenaje. Cuando terminaron la burla, le quitaron la púrpura, le pusieron su propia ropa y lo sacaron para crucificarlo.

A uno que pasaba, a un tal Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo, que llegaba del campo, lo forzaron a cargar con su cruz. Lo llevaron al «lugar del Gólgota» (que significa «Lugar de la Calavera») y le ofrecieron vino con mirra, pero él no lo tomó. Lo crucificaron y se repartieron su ropa, echándola a suertes para ver lo que se llevaba cada uno (Sal 22,29).

Era media mañana cuando lo crucificaron. El letrero con la causa de su condena llevaba esta inscripción: EL REY DE LOS JUDÍOS.

Crucificaron con él a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda. Los transeúntes lo insultaban y decían, burlándose de él:

 ¡Vaya! ¡El que derriba el santuario y lo edifica en tres días! ¡Baja de la cruz y sálvate! De modo parecido los sumos sacerdotes, bromeando entre ellos en compañía de los letrados, decían:

 Ha salvado a otros y él no se puede salvar. ¡El Mesías, el rey de Israel! ¡Que baje ahora de la cruz para que lo veamos y creamos!

También los que estaban crucificados con él lo ultrajaban. Al llegar el mediodía la tierra entera quedó en tinieblas hasta media tarde. A media tarde clamó Jesús dando una gran voz:

 ¡Eloi, Eloi, lema sabaktani! (que significa: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?) (Sal 22,2).

Algunos de los allí presentes, al oírlo, dijeron:

 Mira, está llamando a Elías. Uno echó a correr y, empapando una esponja en vinagre, la sujetó a una caña y le ofreció de beber (Sal 69,22), mientras decía:

 Vamos a ver si viene Elías a descolgarlo. Pero Jesús, lanzando una gran voz, expiró, y la cortina del santuario se rasgó en dos de arriba abajo. El centurión que estaba allí presente frente a él, al ver que había expirado de aquel modo, dijo:

 Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios. Había también unas mujeres observando aquello de lejos, entre ellas María Magdalena, María la madre de Santiago el Pequeño y de José, y Salomé, que, cuando él estaba en Galilea, lo seguían prestándole servicio; y además otras muchas que habían subido con él a Jerusalén.

EL GESTO SUPREMO

Jesús contó con la posibilidad de un final violento. No era un ingenuo. Sabía a qué se exponía si seguía insistiendo en el proyecto del reino de Dios. Era imposible buscar con tanta radicalidad una vida digna para los «pobres» y los «pecadores», sin provocar la reacción de aquellos a los que no interesaba cambio alguno.

Ciertamente, Jesús no es un suicida. No busca la crucifixión. Nunca quiso el sufrimiento ni para los demás ni para él. Toda su vida se había dedicado a combatirlo allí donde lo encontraba: en la enfermedad, en las injusticias, en el pecado o en la desesperanza. Por eso no corre ahora tras la muerte, pero tampoco se echa atrás.

Seguirá acogiendo a pecadores y excluidos aunque su actuación irrite en el templo. Si terminan condenándolo, morirá también él como un delincuente y excluido, pero su muerte confirmará lo que ha sido su vida entera: confianza total en un Dios que no excluye a nadie de su perdón.

Seguirá anunciando el amor de Dios a los últimos, identificándose con los más pobres y despreciados del imperio, por mucho que moleste en los ambientes cercanos al gobernador romano. Si un día lo ejecutan en el suplicio de la cruz, reservado para esclavos, morirá también él como un despreciable esclavo, pero su muerte sellará para siempre su fidelidad al Dios defensor de las víctimas.

Lleno del amor de Dios, seguirá ofreciendo «salvación» a quienes sufren el mal y la enfermedad: dará «acogida» a quienes son excluidos por la sociedad y la religión; regalará el «perdón» gratuito de Dios a pecadores y gentes perdidas, incapaces de volver a su amistad. Esta actitud salvadora que inspira su vida entera, inspirará también su muerte.

Por eso a los cristianos nos atrae tanto la cruz. Besamos el rostro del Crucificado, levantamos los ojos hacia él, escuchamos sus últimas palabras… porque en su crucifixión vemos el servicio último de Jesús al proyecto del Padre, y el gesto supremo de Dios entregando a su Hijo por amor a la humanidad entera.

Es indigno convertir la semana santa en folclore o reclamo turístico. Para los seguidores de Jesús celebrar la pasión y muerte del Señor es agradecimiento emocionado, adoración gozosa al amor «increíble» de Dios y llamada a vivir como Jesús solidarizándonos con los crucificados.

José Antonio Pagola

JUEVES SANTO

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 Decididamente Jesús no deja de sorprendernos. Cuesta a veces entender algunos de sus gestos. Sobre todo cuando hoy estos gestos no quieren decir exactamente lo mismo. Parece un enigma. De hecho, para descubrir su sentido, basta decir que Jesús no obra sino por amor.
¡Y así no le falla nunca! Mírale, se pone de rodillas, Él, el Señor. Quiere hacerse pequeño y servir, hacer un gesto de acogida lleno de humildad. Te imaginas cómo al caminar, en tiempos de Jesús, en seguida se manchaban los pies de polvo y sudor. Se comprende, pues, cuánto se agradecía un poco de agua en los pies al llegar.
Era un gesto de limpieza, pero también de acogida y delicadeza. Mira de nuevo a Jesús nos muestra una forma concreta de ponerse al servicio de los hermanos.

Te veo, Jesús, realizar
gestos de ternura y de servicio.
Te contemplo y aprendo
a servir a Dios
y a servir a los hombres.

Te escucho, Jesús:
te vuelves al Padre,
después bendices el pan y el vino
y lo compartes con los hombres.

Te escucho y deseo
convertirme yo también
en pan y vino para los demás.

Tengo hambre, Jesús,
de conocerte mejor,
de rezar mejor,
de unirme más a ti.

El lavatorio de los pies
EnriqueCases 1 mayo 2008
Sección: Vida de Jesús

«Y mientras celebraban la cena, cuando el diablo ya había sugerido en el corazón de Judas, hijo de Simón Iscariote, que lo entregara, como Jesús sabía que todo lo había puesto el Padre en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía»(Jn).

Este es el contraste: la libertad que no quiere amar y la libertad que se da sin tasa. La conciencia que Cristo tiene de su misión es total. Él sabe su origen como Hijo engendrado eternamente por el Padre e Hijo de los hombres, cabeza de toda la humanidad, y sabe que su camino de vuelta al Padre pasa por medio del dolor y del amor, del servicio como Siervo doliente que ama consiguiendo el perdón.

El ambiente es religioso y solemne. Todos miran a Jesús que hace un signo sorprendente: lavar los pies de los discípulos.

Jesús «se levantó de la cena, se quitó el manto, tomó una toalla y se la ciñó. Después echó agua en una jofaina y empezó a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que se había ceñido»(Jn). Momentos antes los discípulos discutían «sobre cuál era el mayor»; no parece una discusión para situarse más arriba unos que otros, sino para estar más cerca del Maestro. Le querían mucho y le conocían bien. Se daban cuenta de que quería decirles muchas cosas y también de que era muy sensible a su cariño. Con el trato, el respeto había aumentado, pero también el amor. Quieren estar cerca del Señor y se establece una rivalidad amistosa.

Por fin se sientan y se acomodan más o menos a gusto. Y entonces Jesús les muestra el mejor modo de querer. El orden de la caridad va a ser muy distinto del modo anterior. Jesús ama sirviendo; y, sirve como lo hace un esclavo a sus señores. La sorpresa debió ser grande, y es precisamente Pedro quien manifiesta el estupor general. Su temperamento y su amor apasionado a Jesús aparecen de nuevo: «Señor, ¿tú me vas a lavar a mí los pies?»(Jn). Pedro comprende de manera particular lo profundo de la humillación del Señor, y se rebela, no la acepta. Pedro percibe la distancia entre un pecador como él y Jesús. Por eso le cuesta comprender que Jesús se humille tanto.

Es evidente que Jesús quiere revelar el valor de la humildad, del servicio y la necesidad de la purificación para acceder a la Eucaristía. Pero no se trata de una lección más de las muchas que han recibido; se trata de una nueva revelación de la intimidad de Dios. Quiere manifestarse como el Siervo de Yavé que purifica los pecados de todos por la vía del dolor, como dice Isaías. Pedro sabe que Dios es Amor, pero ver de rodillas el amor humilde de Dios, le parece demasiado. Pedro ama a Jesús y sabe que el Señor también le ama, pero es consciente de la distancia entre ambos. Tanto el amor de Pedro como el de Jesús son entrega, pensar en el otro, querer el bien del otro, pero en Jesús,“el mayor sirve al menor”, hasta el extremo de que Dios sirve al hombre, incluso al hombre sucio por el pecado, es decir, al hombre que no le ama. Esa es la diferencia y a Pedro le cuesta aceptarla; se resiste.

La resistencia de Pedro es significativa. A una mirada superficial puede parecer un inconstante, pues pasa de una afirmación tajante a la contraria en un abrir y cerrar de ojos, pero no es así. «Respondió Jesús: lo que yo hago no lo entiendes tú ahora, lo comprenderás después. Le dice Pedro: No me lavarás los pies jamás. Le respondió Jesús: Si no te lavo, no tendrás parte conmigo. Simón Pedro le replicó: Señor, no solamente los pies, sino también las manos y la cabeza»(Jn). El Maestro conoce bien a su discípulo, y le convence con el argumento que más hondo le puede llegar: o conmigo o contra mí. Pedro no puede soportar estar alejado del Señor. Su queja y su rebeldía manifiestan un amor muy grande, pero imperfecto. Es un amor que le oscurece la mirada, no comprende la grandeza de aquella humillación, ni el significado de aquel servicio. Jesús le disculpa «lo comprenderás después». Lo comprenderá cuando tenga que amar a otros inferiores a él. Sabrá algo del amor divino cuando realmente llegue a amar a otros, menos santos, con menos prestigio o menos autoridad, aprenderá a servir sin ningún ademán de desprecio. Es más, llegará a amar a los que le desprecien, porque su amor será de un nivel divino. Pero ahora todavía su amor es muy humano; no es el amor de un verdadero santo, de un hombre de Dios.

Jesús le había dicho «el que se ha bañado no tiene necesidad de lavarse más que los pies, pues todo él está limpio. Y vosotros estáis limpios, aunque no todos»(Jn). Y aquel «no todos» se clava como una flecha en su alma: ¿de quién habla?

Jesús realizó la ceremonia del lavatorio con detenimiento. Los purifica uno a uno en medio de un silencio tenso. Todos se dejan lavar mientras se examinan.

Y por fin Jesús explica con palabras el significado del signo: «Después de lavarles los pies tomó el manto, se puso de nuevo a la mesa, y les dijo: ¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis el Maestro y el Señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, que soy el Señor y el Maestro os he lavado los pies, vosotros también os debéis lavar los pies unos a otros. Os he dado ejemplo para que así hagáis vosotros. en verdad, en verdad os digo: no es el siervo más que su señor, ni el enviado más que el que le envió. Si comprendéis esto y lo hacéis seréis bienaventurados»(Jn).

Es la última bienaventuranza antes de la Pasión, y como un compendio de las muchas que fue diciendo a lo largo de su vida pública, además de las ocho del Sermón del Monte: Bienaventurado el que sirve porque sabe amar como Dios ama.

El pensamiento de Jesús va del Padre a los discípulos, y reza por ellos. «He manifestado tu nombre a los que me diste del mundo.

Tuyos eran, me los confiaste y han guardado tu palabra. Ahora han conocido que todo lo que me has dado proviene de Ti, porque las palabras que me diste se las he dado, y ellos las han recibido y han conocido verdaderamente que yo salí de Ti, y han creído que Tú me enviaste. Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo sino por los que me has dado, porque son tuyos. Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío, y he sido glorificado en ellos»(Jn). A Jesús le alegra la fe de los discípulos, ruega por ellos al Padre, y los coloca en el intercambio de amor entre el Padre y el Hijo, como miembros de sí mismo Cristo. Como si fuesen otros Cristos.

«Ya no estoy en el mundo, pero ellos están en el mundo y yo voy a Ti. Padre Santo guarda en tu nombre a aquellos que me has dado, para que sean uno como nosotros. Cuando estaba con ellos yo los guardaba en tu nombre. He guardado a los que me diste y ninguno de ellos se ha perdido, excepto el hijo de la perdición, para que se cumpliera la Escritura»(Jn). Judas es la espina más dolorosa de la Pasión, en él el amor ha sido frustrado libremente. Dios salva, pero no suprime la libertad real de los hombres, tampoco la de Judas. Cristo protege a los suyos con su presencia, pide ahora que el Padre prosiga con esa protección. Y añade «pero ahora voy a Ti y digo estas cosas en el mundo, para que tengan mi gozo completo en sí mismos»(Jn).

«Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado porque no son del mundo como yo no soy del mundo. No pido que los saques del mundo, sino que los guardes del Maligno. No son del mundo como yo no soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu palabra es la verdad. Como Tú me enviaste al mundo, así los he enviado yo al mundo». Jesús es enviado por el Padre al mundo como luz y como salvador. Del mismo modo, los suyos deben ser del mundo sin ser mundanos con la ayuda del Padre y el ejemplo del Hijo. Su oración crece en intensidad, «por ellos yo me santifico, para que también ellos sean santificados en la verdad». Esta es la meta santificarlos, purificarlos, endiosarlos, divinizarlos con la vida divina.

En un paso más allá, Jesús mira a todos los que creerán en Él a lo largo de la historia con sus mil vicisitudes. «No ruego sólo por éstos, sino por los que han de creer en mí por su palabra». Y la gran petición: «que todos sean uno; como Tú, Padre, en mí y yo en Ti, que así ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado»(Jn). Es la unidad de la humanidad creyente con Dios unidas como las personas divinas lo están, en una comunión perfecta. «Yo les he dado la gloria que Tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno. Yo en ellos y Tú en mí, para que sean consumados en la unidad, y conozca el mundo que Tú me has enviado y los has amado como me amaste a mí. Padre, quiero que donde yo estoy también estén conmigo los que Tú me has confiado, para que vean mi gloria, la que me has dado porque me amaste antes de la creación del mundo»(Jn). La petición se desborda; pide mucho, pide que la unión sea una auténtica comunión de amor.

Y, de nuevo Jesús eleva su oración a Dios Padre en un canto de alabanza. «Padre justo, el mundo no te conoció; pero yo te conocí, y éstos han conocido que Tú me enviaste. Les he dado a conocer tu nombre y lo daré a conocer, para que el amor con que Tú me amaste esté en ellos y yo en ellos»(Jn).

Al final de la última cena Jesús les da un aviso profético: «Todos vosotros os escandalizaréis esta noche por mi causa, pues escrito está: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño. Pero, después que haya resucitado, iré delante de vosotros a Galilea. Pedro le respondió: «Aunque todos se escandalicen por tu causa, y nunca me escandalizaré. Jesús le replicó: En verdad te digo que esta misma noche, antes de que cante el gallo, me negarás tres veces. Pedro insistió: Aunque tenga que morir contigo, jamás te negaré. Todos los discípulos dijeron lo mismo»(Mt). Eran como las doce de la noche, apenas pasarían cuatro horas para que se cumpliese esa predicción. Jesús ha empezado a experimentar ya la soledad de los últimos momentos, y la asume con fortaleza.

Se ha hecho la noche cerrada, debe ser medianoche. Jesús ha volcado su alma en los suyos, se ha entregado en el misterio de amor que es la Eucaristía, ha instituido el sacerdocio de la nueva alianza, ha explicado todo lo que hay en su corazón, Ya no hay sitio para muchas más palabras. Ha llegado el momento de los hechos. «Después que Jesús dijo estas cosas, salió con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón»; y se dirige «hacia el monte de los olivos según costumbre»(Lc)

Reproducido con permiso del Autor,

Enrique Cases, Tres años con Jesús, Ediciones internacionales universitarias

HASTA EL EXTREMO

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Dentro de tus llagas

HABLA EL SILENCIOviernes-santo.jpg
Habla el silencio y cesan las melodías. Y no porque estemos de luto sino porque necesitamos un espacio para la reflexión y la contemplación del drama de Cristo: ha muerto por nosotros en una cruz.
Como Judas, miramos desde lejos al Señor. ¡Te he vendido, mi Señor ¡ Sin darme cuenta o siendo consciente de ello te empujé a subir a la cruz con mi cobardía o mi afán de oportunidades.
Sí, mi Señor. Somos como ese apóstol que, teniendo a Dios delante de sus ojos, pudo más su apego al ruido del dinero, su servicio al poder que su fidelidad al que tanto había compartido contigo. Déjanos, Señor, ver tu cruz por lo menos desde lejos. También nosotros, en estas horas de generosidad y de entrega, sentimos que te olvidamos frecuentemente. Que el precio por el que te cambiamos es a veces mucho menor que aquel por el cual te traicionó el apóstol ingrato.
Como Pedro, necesitamos querer tu cruz. Porque, como Pedro, también constantemente te negamos. Porque no queremos ver la cruz en el horizonte de nuestra vida. Porque, incluso como Pedro en el Tabor, quisiéramos una vida sin lucha, sin sufrimiento. Un Dios que se desentendiera de los padecimientos de la humanidad.
Hoy, Señor, al contemplar tu cruz en este Viernes Santo….vemos que no hay tres negaciones escritas en sus dos maderos. Que, en ellos, se encuentran cinceladas y a millones las contradicciones de nuestra vida cristiana, nuestra tibieza a la hora de dar nuestra cara por ti, nuestro arrojo con las cosas del mundo y nuestra timidez para con las cosas de tu Reino. ¿Nos dejas contemplar como Pedro, desde lejos Señor, tu Santa Cruz?
Como Juan, permítenos estar debajo de tu cruz. Porque, también como Juan, necesitamos recostar nuestra cabeza ya no en tu pecho sino sentir la sangre que baja con fuerza por su madero. Como Juan, oh Jesús, también pretendemos el cielo (un puesto a tu derecha o a tu izquierda) sin mayor esfuerzo que una petición como contraprestación a nuestra amistad contigo.
Sí, Señor. Déjanos como Juan, tu preferido, recibir al pie de la cruz –además del regalo que nos aguarda en la mañana de Pascua- a esa Madre que nos invita a estar firmes y en guardia hasta el día en que tú, de nuevo regreses para llevarnos contigo, para darnos nueva vida, para resucitarnos a una vida gloriosa y resucitada.
Como a María, admítenos por lo menos unos minutos para ser testigos de tanta pasión y de tanto desgarro. Porque, como María, también quisiéramos ser centinelas de tu amor que, en la cruz, lejos de morir se convertirá en semilla de eternidad para todos nosotros. Déjanos, oh Cristo, al pie de la cruz formar parte de la incipiente Iglesia, ser hijos de María y recibirla como Madre que permanece fiel, silenciosa fuerte y solidaria para acompañarnos en las noches oscuras del alma.
Javier Leóz

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