Psicologia de la afectividad

Oct 23, 2013 | Para ayudar a crecer. Varios

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Psicología de la afectividad

Por Santiago Fernández Burillo

Introducción. Relevancia existencial del amor.

I. La personalidad

II. La vida emocional. Las pasiones

III. La voluntad y el amor

IV. La amistad «Todo el peso del mundo es amor» (Walt Whitman)

Introducción. Relevancia existencial del amor

La vida emotiva, los sentimientos y el amor, parecen menos claros que el conocimiento, pero tienen la mayor importancia existencial. En efecto, una existencia se explica por el fin que persigue. Lo que hace coherente la vida no es tanto la lógica como el amor.

Consideremos un momento el contraste existente entre conocer y amar. Por el conocimiento, el hombre eleva el mundo a su nivel; por el amor es él quien se pone a la altura de lo que ama. La sabiduría medieval formuló y discutió admirablemente esta cuestión: «¿Qué es más perfecto, conocer o amar?». Santo Tomás de Aquino respondía a ese planteamiento haciendo notar que lo conocido existe en el cognoscente, adoptando la forma de ser del cognoscente; mientras que el amor hace salir de sí mismo al amante: quien ama, procura unirse al ser amado. Por eso, observa el Aquinate, si nos referimos a las cosas inferiores al hombre, es mejor conocerlas, porque las elevamos; mas en cuanto a las superiores, es mejor amarlas, porque el amor nos alza a su nivel. El amor, o tendencia al bien, puede ser: 1) espontáneo y «ciego» (natural), o 2) derivado del conocimiento (elícito); y este segundo, a su vez, puede ser: a) sensible o b) intelectual. La tendencia o amor sensible es básicamente el deseo (la aversión es un deseo negativo); la tendencia racional se llama propiamente amor. Pues bien, toda la vida humana se explica por lo que deseamos y amamos, y por la constancia con que lo amamos. Los filósofos antiguos y modernos presentan una rara coincidencia a la hora de afirmar que la existencia humana es deseo y amor. Pero interesa comprender la diferencia entre esas nociones. El deseo busca su satisfacción; el amor la comunicación. El deseo se ordena a cosas, el amor a personas. De ahí que, cuando se ha querido interpretar la existencia humana solo en términos de satisfacción de deseos, el resultado haya sido soledad y frustración. La vida debe integrar los deseos en el amor; o, lo que es lo mismo, ordenar las cosas al amor de las personas; y el amor de los bienes finitos al amor del bien infinito. Buda y Epicuro, así como los estoicos y los neoplatónicos, dicen que el hombre es deseo; lo mismo afirman Spinoza,Schopenhauer, Nietzsche y Freud. Ahora bien, el deseo carece de límite, de ahí que su destino sea estar siempre insatisfecho; pero el deseo perpetuamente insatisfecho se vive como dolor. Luego la vida es dolor, concluyen todos ellos. Para estas filosofías, más poderoso que el deseo de vivir es el deseo de morir, de modo que la «solución» que ofrecen al enigma de la existencia sea la nada o el nirvana. Tenemos ahí una seria
advertencia, avalada por muchos siglos de pensamiento coherente, a saber, que la consecuencia de absolutizar el deseo es el nihilismo. Frente a esos planteamientos, que desembocan en el pesimismo, parece oportuna esta observación: el amor es integrador; más aún que el conocimiento. Ya el conocimiento es unitivo; además, el conocimiento intelectual consiste en reducir la diversidad (sensaciones) a la unidad (idea). Ahora, el amor no sólo unifica: armoniza. De modo que ni la vida se reduce a deseos, intermitentes y dispersos, ni el amor es una tendencia desencarnada o angélica. El ser humano no es un ángel ni una bestia; es «microcosmos», espíritu encarnado, el ser que vive en los confines de dos mundos. El hombre tiene necesidades sensibles y deseos; mas la armonía de su vida proviene del amor. Cada uno se vuelve aquello que ama: Pondus meus, amor meus. «Mi peso es mi amor» (San Agustín). Por encima de la pasión y de los sentimientos está la voluntad. El amor no es solamente sentimiento, sino sobre todo actividad voluntaria. Amar es querer (o al menos «querer querer»); ya sea querer el fin (intención) o querer los medios (ejecución). Las emociones y los sentimientos se subordinan al amor, éste los unifica al tiempo que recibe de ellos empuje y calor.

I. La personalidad

Concepto psicológico de “personalidad”

La personalidad es la forma externa de comportarse un ser humano en sus relaciones y en la manifestación de sus tendencias. Hay diferentes tipos de personalidad, unos son diligentes y laboriosos, otros indolentes, unos afectuosos, otros fríos, hay quienes prefieren la actividad artística o la deportiva, otros la intelectual o la investigación, etc.

Ciertos rasgos de personalidad están naturalmente impresos en cada cual; pero con mayor o menor fuerza. A veces son inclinaciones vencibles, mientras que otras veces se trata de tendencias muy firmes, que arrastran. Entendemos por personalidad la integración de todos los rasgos de carácter de un individuo que determina su manera de comportarse.

La observación de que estas características van ligadas a la dimensión somática, esto es, a los caracteres anatómicos y fisiológicos, es antigua. En base a esta observación, el médico griego Hipócrates (s. V a. C.) elaboró la primera clasificación de los temperamentos, siguiendo los criterios naturalistas de la época, es decir, la «teoría de los humores»; así, según el «elemento» predominante, también predominaría un «humor», de modo que los hombres serían: melancólicos, sanguíneos, coléricos o flemáticos.
El temperamento. La tipología moderna
En la primera mitad del s. XX, E. Kretschmer (1888-1964) médico psiquiatra alemán y William H. Sheldon (1898-1977), psicólogo e investigador americano, clasificaron los temperamentos en atención a las características morfológicas, establecían un paralelo entre la constitución corporal, el estado de ánimo predominante y la manera de enfermar (psíquicamente) más frecuente. Con este criterio describen tres tipos: pícnico, leptosomático y atlético.

La literatura conoce desde siempre las tipologías. Así, los protagonistas del Quijote, de Cervantes, Sancho Panza y Don Alonso Quijano, son, respectivamente, un pícnico o «endomorfo» y un leptosomático o «ectomorfo»; sus inclinaciones y estados de ánimo habituales son todo un modelo. El tipo atlético, o «mesomorfo», por otra parte, suele ser el héroe de la epopeya o la novela de acción.

Por otra parte, el filósofo francés René Le Senne (1882-1954), estudió el carácter psicológico humano, y publicó la obra clásica de esta disciplina: Traité de caractérologie, (1946) en el que elabora una clasificación de los caracteres, sobre la base de las reacciones emocionales. Le Senne distingue ocho formas predominantes de ser, según la combinación de tres caracteres, a saber: emotividad, actividad y resonancia. Mas todo esto es propio de un estudio de Psicología experimental; aquí sólo lo dejamos apuntado.
La emoción es un fenómeno fisiológico y psicológico, desencadenado por hechos externos; el grado de emotividad de cada uno se valora según la proporción (o desproporción) entre el significado objetivo de los hechos y la reacción individual ante los mismos. De modo semejante, la actividad o pasividad, como disposición a la acción con independencia de los sucesos externos, es diferente en cada persona: hay algunos que siempre tienen que estar haciendo una cosa u otra, mientras que otros se encuentran más a gusto en la inactividad. Por fin, la resonancia divide a las personas en primarias y secundarias, según la huella que dejen en ellos las emociones y el modo como eso influya en su conducta respectiva; el primario actúa en atención al presente, el secundario al pasado. Los primarios olvidan enseguida, los secundarios guardan las emociones y actúan de acuerdo con hechos pasados al cabo de un tiempo. Pues bien, todas estas diferencias, que combinadas entre sí dan lugar a las personalidades más dispares, dependen de la fisiología, de los sistemas nervioso y endocrino, y de la herencia genética.

Se denomina temperamento a esta parte de la personalidad: somática, determinada por causas fisiológicas, hereditaria e inmodificable. El temperamento no se puede educar. No hay temperamentos buenos ni malos, mejores o peores, son simplemente «naturales». Son asuntos distintos la ética y la psicología. La primera considera la vida humana desde un punto de vista normativo o prescriptivo; la segunda se limita al estudio descriptivo de la conducta y observa –no podía ser de otro modo– que en el ser humano, como en los otros seres naturales, hay procesos determinados por causas físicas, no modificables, ni sujetos a la moral o a la educación. La diversidad de temperamentos, en este sentido, vale la pena repetirlo, no es buena ni mala, es natural.

La psicometría

La psicología experimental recurre al uso de clasificaciones y medidas, con el fin de objetivar sus conceptos y describir cómo funcionan los procesos psíquicos. Se la llama también psicología clínica, cuando se interesa por las motivaciones. El estudio de los motivos puede incidir en las conductas, orientarlas, etc. Por otra parte, los «tests» (de temperamento, o de carácter) sirven para objetivar las aptitudes o inclinaciones y son útiles para orientar o aconsejar.

Los tests hacen uso de conceptos como «emotividad» o «resonancia», etc. Consideran su mutua interdependencia y, en fin, procuran cuantificar, establecer medidas. Estas mediciones son siempre orientativas, no pueden ser «exactas», como si se tratase de hechos exclusivamente físico-naturales, mecánicos, químicos, etc. Hay tests de personalidad, de inteligencia, de aptitudes profesionales, etc. El resultado de estas pruebas se debe considerar, insistimos, como orientativo, aproximado y como un consejo con un cierto fundamento; no son infalibles ni exactos.

El carácter

Se denomina carácter a la dimensión educable de la personalidad. Es en parte hereditario y en parte adquirido por el propio sujeto, aunque no siempre de forma consciente. Se lo puede describir también como la parte modificable y educable de la personalidad, de modo que sus manifestaciones las puede controlar el sujeto. Es aquí donde aparece la dimensión voluntaria –ética– de la vida. Los griegos iniciaron el estudio pedagógico y moral del carácter, de modo que éste se considera como el resultado de la educación y el esfuerzo personal para mejorar. Así, el carácter es adquirido; su adquisición implica dificultad, autodominio, superación de uno mismo y lucha contra algunas tendencias, con el fin de hacer prevalecer a la razón. Esta concepción de la persona y su formación se vincula con la teoría de los hábitos, que resultan de las acciones, es una teoría ética y sobre todo antropológica.

Personalidad y ser personal

No se debe confundir la personalidad psicológica y la persona en sentido metafísico o antropológico. La personalidad es la manera habitual de exteriorizarse, las acciones que los demás pueden observar. El ser personal, por el contrario, está siempre más allá de sus actos, es interior e inobservable, es un misterio para sí mismo. Uno no acaba nunca de conocerse (y todavía menos comprenderse). En la medida en que la personalidad de uno está en sus actos, se puede decir: «yo soy mi vida»; significando con eso la vida biográfica. Pero el yo no se agota en sus actos; queda siempre más acá, y es más verdad, como dice Gabriel Marcel, que «yo no soy mi vida», en el sentido de que, en todo tiempo, conservo la capacidad de rectificar, esto es, de cambiar de vida y en suma: de condenar mi pasado o de darlo por bueno. Toda la vida pasada, en comparación con el yo, es una corteza: consta de hechos acabados, cristalizados. En cambio el yo, viviendo siempre en presente, es capaz de comenzar, como quien comienza de nuevo su existencia, no importa la edad que tenga. Nadie es prisionero de su pasado, al menos en sentido antropológico y ético.

Por otra parte, la dimensión gnoseológica del yo es la presencia. Su «tiempo» –si se quiere hablar así– es el presente; mientras que la dimensión ética es la intención, de modo que el «tiempo» moral es sobre todo el futuro. Por esa razón es en la vida moral donde se despliega más intensamente la libertad; porque lo específico de la vida moral es proponerse mejorar. En este sentido (gnoseológico y ético) la personalidad, tal como la expresa la literatura, como un conjunto de acciones temporales que dibujan un «carácter», no es profunda, sino «aparente». Se trata de la imagen del hombre, pero no del hombre; y menos aún del ser personal. La persona no está en el gesto, ni en la imagen, ni en los hechos del pasado, la persona no está en el carácter literario. El ser personal no está nunca fijado, como lo está un texto.

Jean-Paul Sartre (1905-1980), existencialista ateo, decía que el hombre sólo tiene esencia cuando ha muerto, es decir, cuando se ha convertido en un «carácter» fijado y sin rectificación posible. Pues bien, se debe decir que confundir la esencia humana con su pasado cronológico es lo mismo que negar en lo absoluto que el ser humano posea profundidad. Si la verdad del hombre estuviera en «lo que ha sido» (el pasado), entonces lo esencial del hombre sería la imagen, lo que «parece».

Para Sartre el hombre es conciencia de fenómenos –el fenómeno es lo que «aparece» ante la conciencia, el «ser-para-mí»– y pretende llegar a ser noúmeno (esencia, ser en-sí). Pero eso es imposible: el ser en-sí y para-sí sería conciencia infinita, posibilidad infinita realizada, Dios, eso es lo que el hombre aspira a ser. Por lo tanto, concluye Sartre, Dios no existe y el hombre es una pasión inútil. La personalidad, la existencia, se la tiene que dar cada uno a sí mismo, la tiene que crear, como quien crea una novela, pero no puede repetir un modelo. Una empobrecedora concepción de la persona. La literatura es imagen de la vida, le basta con ser verosímil; pero no es la sustancia de la vida, no es su «verdad». Además, sólo la personalidad psicológica se deja imitar en la narración; la persona moral y metafísica es inexpresable. Persona est ineffabilis, el ser personal es
inexpresable, decían los clásicos. El lenguaje no puede decir el ser personal, porque el lenguaje es signo imperfecto del concepto, y no tenemos ningún concepto adecuado del yo propio: el yo pensado no es el yo pensante, contra la opinión de Descartes. El hombre no está en ninguna idea, en ningún discurso; se ha dicho que es más bien el ser capaz de escribir más historias de las que puede vivir.

II. La vida emocional. Las pasiones

Apetito natural y apetito elícito

El realismo clásico considera a la forma principio del ser y de la inteligibilidad: forma dat esse, la forma da el ser; ahora, el obrar sigue al ser y el modo de obrar al modo de ser. La forma no sólo es principio del ser y de la intelección de las cosas, es también principio dinámico: si el obrar sigue al ser, de cada forma resulta un dinamismo, una inclinación hacia la perfección, es decir, al propio fin. Esta tendencia se conoce con el nombre de apetito natural. «Apetito» (lat. ap-petere < petere-ad,esto es, pedir, dirigirse hacia algo), es el nombre que en la psicología racional o en la filosofía natural recibe la ley universal por la que todos los seres están ordenados a otros, según un orden invariable, que Aristóteles atribuyó a la causalidad final. El apetito natural es la tendencia espontánea, característica de una naturaleza, sea inerte o viva, que manifiesta su dinamismo; es también una inclinación a obrar que no responde a estímulos externos, sino a la propia esencia, Por apetito natural las piedras pesan hacia abajo y el fuego sube hacia arriba, las plantas buscan la humedad y la luz, el corazón late, etc. El apetito se llama elícito (lat. eligo-ere, elegir) cuando deriva de un conocimiento previo. El acto elícito por excelencia es el voluntario, pero el nombre se extiende a designar toda vida apetitiva de los seres superiores, animales y hombres. El término «apetito» está ordinariamente substituido en el vocabulario moderno por los nombres dinamismo y tendencia. Sin embargo, todavía es útil su uso, en filosofía, para discernir entre la tendencia natural y espontánea y la electiva o cognoscitiva. El apetito elícito se subdivide, según el conocimiento al que responde, en apetito sensible y apetito racional, o voluntad. Apetito concupiscible y apetito irascible El apetito sensible es una facultad genérica, la sensualidad (lat. sensualitas, sensibilidad). La sensualidad se divide en dos potencias: la concupiscible y la irascible. Por la primera el viviente tiende simplemente hacia el bien sensible o rehuye lo que le es nocivo; el apetito concupiscible es simple apetencia. En cambio, el apetito irascible es la inclinación hacia el bien arduo, o dificultoso (o el rechazo del mal difícil de superar); es irascible el apetito que afronta las dificultades y peligros. La psicología actual utiliza los términos «deseo» e «impulso», para referirse, respectivamente, al apetito concupiscible y al irascible. El apetito concupiscible tiene actos distintos, incluso contrarios, a los del irascible; a veces el animal supera penalidades contra la inclinación del apetito concupiscible. El apetito concupiscible es el básico, las tendencias irascibles se originan de él y en él terminan; hay deseo en todos los animales, incluso en aquellos que sólo tienen tacto; en cambio, la agresividad y el ataque (la irascibilidad) no es propia más que de organizaciones psicofísicas superiores, porque realizar operaciones penosas y de larga duración requiere una sensibilidad interna completa. Los actos del apetito sensible (tanto concupiscible como irascible) es denominan pasiones (lat. pati, ser movido). Autodominio y educación del carácter En los irracionales la articulación entre los impulsos y la acción pasa por el «circuito cerrado» de la estimativa o instinto. La percepción de realidades externas –junto con intenciones innatas y patrones de conducta estereotipados–, dan como resultado la acción instintiva. El desencadenamiento de ésta es “automático”, inevitable, no es libre. El ser humano, por el contrario, se detiene a pensar; en él, el “circuito” que se establece entre estímulos externos y necesidades internas no es automático. La capacidad de considerar, meditar y deliberar, significa posponer la acción; dicho con otras palabras, el ser humano piensa y desarrolla una vida superior, porque puede abstenerse de actuar inmediatamente. Puesto que los instintos no lo dominan, el ser humano domina la realidad a través del pensamiento. Pensar detiene el automatismo de la acción instintiva; por eso, es coherente decir que el ser humano no tiene instintos, ya que los instintos son inmediatos –significan un paso a la acción tan irreflexivo como certero–, o, de lo contrario, no son instintos sino ingenio, técnica y reflexión. En suma, el hombre piensa porque es capaz de autodominio, las pasiones no lo dominan; él domina a las pasiones y, por eso, domina el cosmos. Este concepto de autodominio lo pusieron ya de relieve los filósofos griegos. Aristóteles distinguió entre dominio despótico y dominio político, para referirse al hecho evidente de que no tenemos el mismo dominio sobre nuestros sentimientos que sobre el movimiento de la mano. Hay «domino despótico» de la voluntad sobre la musculatura voluntaria. No sucede lo mismo en las relaciones entre apetito concupiscible, irascible y voluntad. El dominio voluntario sobre las pasiones se llama «político» y es indirecto, a través de él, la intimidad racional educa las tendencias, las modula según sus criterios. Los sentimientos o vida emocional Por su naturaleza, la vida emotiva es difícil de definir, clasificar y entender. Sin embargo, definimos algunos de sus términos mediante tres criterios: 1) la intensidaddel fenómeno afectivo; 2) la duración del mismo; y 3) sus efectos psíquicos y orgánicos. Se puede observar fácilmente que algunos sentimientos son intensos y causan un trastorno, otros son serenos, equilibran o atemperan. En fin, los sentimientos nos mueven en atención a cosas o hechos externos, a menudo incomprensibles o incontrolables por nuestra parte. En este último sentido se dice que las pasiones arrastran o esclavizan.  Se llama «emoción» una reacción afectiva de gran intensidad y duración breve. Por sus efectos son desestabilizadoras, desarticulan las funciones de control o de inhibición, causan desorden en todo el psiquismo.  Se llama «sentimiento» la reacción afectiva de baja intensidad y duración prolongada, estable. Por sus efectos, el sentimiento regula y estabiliza, da la tónica emotiva del carácter.  Se llama «pasión» a cualquier reacción afectiva (especialmente a la emoción), en atención al hecho de ser causada por una cosa externa, significando la pasibilidad, o susceptibilidad de ser afectado el ser humano por causas externas a la razón y la voluntad propias. Emociones y sentimientos son reacciones afectivas, pasibles, no son actos de conocimiento. Los podríamos describir como la valoración de una realidad externa respecto a los propios deseos e impulsos. Son ciertas valoraciones, pero no juicio sereno, ni comprensión; no obstante, «conectan» la intimidad con las cosas que se le presentan. Por eso la expresión emocional es expresión de la interioridad; y, en el caso de los irracionales, lo es todo: no tienen más interioridad que la expresada en los sentimientos con conductas y voces. Las reacciones emocionales de la bestia son similares a las humanas; por eso el animal hace compañía al hombre; es posible una peculiar «comunicación» entre ambos. Eso supone la existencia de una conciencia animal; se trata, de hecho, del mismo sujeto que decide en las reacciones instintivas. Esa conciencia animal se exterioriza en la conducta; y lo que podríamos llamar la «intimidad» del animal se expresa completamente en las emociones. La analogía con el hombre es legítima, ya que las pasiones humanas son del mismo tipo, aunque mucho más matizadas y complejas, debido a la presencia de la razón y la voluntad. Un ejemplo puede aclarar la semejanza y la diferencia: el dolor. Cuando el dolor se expresa externamente en el irracional, como un perro atropellado, la manifestación es abrupta, intensa y sin medida, significa dolor físico. Hay casos en que la bestia (como el buey o el caballo enfermo) enmudece, y sólo se aprecia la falta de actividad. Pensemos ahora en las expresiones humanas del dolor en la música y en la poesía, como el «Célebre adagio» de Albinoni, o las «Coplas a la muerte de su padre» de Jorge Manrique. Se advierte entonces un auténtico abismo, separando la conciencia irracional de la intimidad personal. Clasificación de las pasiones Existen diversas. Recogemos la de Santo Tomás de Aquino que, basada en la psicología de Aristóteles, tiene la ventaja de ser clásica y sencilla. En ella todo deriva de un sentimiento, el deseo, que se modula de manera diversa según esté en el apetito concupiscible o en el irascible, y en presencia del bien o del mal. El esquema presenta así una línea lógica. 1. Apetito concupiscible:  deseo, inclinación al bien presente o ausente.  aversión, respecto al mal presente o ausente.  placer o gozo, descanso en el bien poseído.  dolor o tristeza, con respecto al mal presente. 2. Apetito irascible.  esperanza, reacción relativa a un bien futuro, arduo, estimado asequible.  desesperación, reacción relativa a un bien futuro estimado inasequible.  temor, en relación a un mal futuro estimado inevitable.  audacia, con respecto al mismo mal, pero estimado superable.  ira, es la pasión del mal presente e inevitable. La irracionalidad de las pasiones Las pasiones no son racionales, porque no son hechos cognoscitivos; y la vida según la pasión no es racional, ya que las pasiones derivan del deseo, y el deseo carece de límite y proporción en sí. Vivir según el deseo abre un proceso al infinito. El pensamiento antiguo descubrió por primera vez la irracionalidad en la división continua de un segmento. Si éste se tomaba como la unidad, de la división de la unidad resultaban los números fraccionarios, algunos de los cuales eran «irracionales». Se dio el nombre de «continuo» al problema de lo divisible en [partes] siempre divisibles; lo irracional era, en suma, el proceso al infinito. El continuo es problema porque obliga a pensar lo irracional como si fuera real. No es posible ser y no ser a la vez, pero el continuo es finito e infinito al mismo tiempo, es número e innumerable simultáneamente; es comprensible e incomprensible a un mismo tiempo. El continuo, o proceso al infinito, es la irracionalidad. al distinguir entre el orden ideal (o lógico) y el real (o físico); en el orden real, las cosas son divisibles porque tienen cantidad; esta divisibilidades infinita sólo en potencia, pero las cosas no existe nunca dividida en acto. Un cristal se puede romper de infinitas maneras (si no está roto, podemos imaginar infinitas líneas de fractura en su superficie), pero jamás resulta un número infinito de trozos de vidrio a partir de una ruptura; el cristal roto, en acto, es también algo finito. El número infinito es en potencia, lo que significa que siempre podemos volver a dividir (o sumar) la unidad; pero un número en potencia no está contado, no es un número actual, sino la posibilidad mental (el intelecto posible), y el número que está contado es finito en acto, por grande que sea. Mediante la pareja complementaria de ser en potencia y ser en acto, equivalente a límite y perfección, Aristóteles puso límites a lo irracional en la razón especulativa. En la vida apetitiva el deseo hace reaparecer el proceso al infinito y, con él, la irracionalidad. De ahí la actitud del «sabio» antiguo, que recomienda abstenerse, o moderar según la razón los deseos. En efecto, el deseo abandonado a sí mismo es hybris, demencia, acción carente de fin. Por esa vía, el deseo y las pasiones desembocan en la desesperación. La traducción lógica de estos conceptos de filosofía natural, psicología y ética es la argumentación por “reducción al absurdo”, forma indirecta de demostración, altamente razonable. Estas consideraciones nos obligan a preguntarnos si la vida humana puede guiarse sólo por la afectividad (“seguir los dictados del corazón”), o si se precisa una guía racional. Ahora bien, que se precise reducir la emotividad a medida evidencia la existencia de una motivación racional, es decir, de la voluntad, y que la voluntad no es un sentimiento. Los buenos sentimientos. La educación de la afectividad Cuando se habla de una persona de buenos sentimientos, o de malos sentimientos, todos entienden que se formula un juicio sobre su carácter moral. Los sentimientos acompañan a los juicios de la razón y a las determinaciones de la voluntad, dan empuje a la acción o la refrenan. El hombre es una unidad y los sentimientos impregnan todos los actos psíquicos. La pregunta oportuna es, ahora, esta: ¿en qué consiste la “bondad” de los buenos sentimientos? Aquel hombre, ¿tiene buenos sentimientos porque es muy sentimental, o porque siente de la manera justa y en el grado justo? La bondad de los sentimientos ¿está en el hecho de sentirlos o en aquello que sentimos, ante qué lo sentimos y en qué grado y medida sentimos? Tener buenos sentimientos no es un término medio entre ser muy sensible y ser frío. Clive S. Lewis (1898-1963) escribió que en nuestro tiempo no es preciso recomendar la moderación de sentimientos, sino su educación (Cf. La Abolición del Hombre, I). En efecto, nuestra época, aunque marcada por el subjetivismo emotivista, no padece tanto un exceso de sentimiento cuanto falta de sentimientos. No lloramos cuando leemos el diario, sino en el cine. No nos conmueven tanto los crímenes y desgracias reales, como los de película. Existe un género de espectáculos y ficciones que basan su “atractivo” en la completa carencia de buenos sentimientos, buscando impresionar al espectador, ponen el énfasis en la inhumanidad, la frialdad y la dureza de corazón. El sentimentalismo, como forma de pensar (mero subjetivismo), identifica la bondad con el hecho de sentir. Es pura confusión. Confunde la verdad o el bien con la coincidencia del sentimiento consigo mismo; ahora, todos sentimos que sentimos, pero esa noticia, por sí sola, no nos abre a la realidad. Cuando Rousseau afirmó: «el hombre es bueno por naturaleza», quería decir, en concreto, que él «sentía» afecto por sí mismo y era innegable, para él, que en verdad era bueno, porque sentía amor por si mismo. El sentimentalismo arruina la prioridad de la verdad, suprime la objetividad. ¿Cómo hablará el sentimental de sentimientos “buenos”? Sólo dispone de sentimientos propios, ¡que no es lo mismo! La experiencia histórica muestra cómo los autores de los crímenes más graves fueron gente sensible, cuando se trataba de amor propio o de sus ideas más queridas, pero insensibles ante el dolor de los demás, la fealdad de la injusticia, etc. Algunos muy sentimentales han sido a la vez muy inhumanos. Se ha pintado a Nerón llorando de emoción ante la belleza de los versos que cantaba, pero indiferente ante la Roma que ardía en llamas. Los buenos sentimientos son una cualidad de la conciencia recta. Son “buenos” porque hacen sentir de acuerdo con lo que es verdad y es justo. Buenos sentimientos son la indignación ante el crimen o la injusticia descarada, la compasión para con los débiles, la ira justa, el perdón generoso, la admiración del heroísmo y la vergüenza de las acciones desordenadas. Son buenos los sentimientos que mueven a emular a las figuras admirables. Una base para que existan buenos sentimientos es la existencia de la admiración. La admiración es la alta estima, el aprecio del bien, y de entre todos los bienes el más alto es el ser humano. Por eso, en suma, todos entienden que tener buenos sentimientos es lo mismo que ser humano. De todo eso la época de los monstruos y del manga, la época pragmatista que exalta el dinero fácil o el éxito al precio que sea, hace burla. La admiración no goza de buena prensa; está mejor visto el antihéroe que el héroe. Buena parte de la literatura actual cultiva la sospecha: ese «héroe» ¿qué va buscando, en realidad? El sentido de la admiración pasa actualmente por una honda crisis. Por eso mismo, se entiende con dificultad (apenas) la prioridad de la teoría, de los valores y del heroísmo. Vivimos en una época que ha reinventado los gladiadores, que es fría para la belleza sencilla, fría para los niños y la pobreza, fría para con Dios. Vivimos una época emotivista, sentimental, pero de sentimientos poco elevados. Además, sentimos casi siempre con los otros. Los sentimientos tienen un componente social; el medio social educa (o estropea) la sensibilidad. Un sentimiento básico es la simpatía. Los sentimientos son captados por el niño antes que el significado de las palabras; en parte, sentimos de la manera que vemos sentir. Aquí la quiebra de las tradiciones familiares, y de la familia tradicional, se hace más sensible que en ninguna parte. Se diría que hoy no sentimos con los sentimientos de los nuestros, de los padres y los abuelos, sino con los protagonistas de la telenovela de moda. Podemos así estar sintiendo con la sensibilidad de escritores que tengan una visión nihilista o amoral de la vida pero que, con habilidad literaria nos aproximan a sus personajes como modelos; se va configurando de esta manera una sensibilidad de masas, desarraigada de la familia. Por el lado sensible somos fácilmente manipulables; el manipulador con oficio sabrá esquivar nuestras defensas especialmente en el terreno de los afectos. Se sugiere aquí una discusión sobre los clásicos y la divulgación de masas, volviendo a la lectura del capítulo 1o de esta obra. Insinuamos la afinidad entre sentimentalismo y pragmatismo. Max Weber (1864-1920) pronosticó que en el siglo XX predominarían «especialistas sin alma y vividores sin corazón». Una correcta educación de la sensibilidad necesita la dimensión social; en especial la recuperación del ámbito familiar, de la estabilidad afectiva, del cariño desinteresado: aquel calor del hogar donde cada uno es aceptado y amado tal como es, y donde aprende a sentir veneración por las cosas sagradas, respeto por las humanas y admiración por las bellas y nobles. III. La voluntad y el amor Naturaleza y objeto de la voluntad Las facultades se definen por sus actos, los actos por sus objetos. La definición de una facultad descansa sobre la existencia y naturaleza de su objeto. Un objeto diferente postula la existencia de una facultad, o potencia del alma, diferente. Tal es el caso de la voluntad, que definiremos como apetito racional. El objeto de la voluntad es el bien captado por el intelecto, es decir, la razón de bondad. Pero no es indispensable que lo que atrae a la voluntad sea realmente bueno, sólo se requiere que la mente lo capte como tal. El fin, objeto de la voluntad, es el bien o lo que aparece como bueno. Pero el bien no se presenta a la voluntad más que por medio del intelecto, que lo conoce; de ahí la máxima que condensa la naturaleza y el dinamismo propios de la voluntad: Nihil volitum, nisi praecognitum, nada es querido si no es previamente conocido. Es imposible amar lo que se desconoce. Con respecto a la voluntad, lo desconocido no existe, pues no atrae. Por tanto, la voluntad es una potencia movida por la razón: esta le propone el bien como tal, es decir, en su razón de bondad. Distinguiremos, además, el orden de la especificación del orden del ejercicio, cuando se trate de los actos de la voluntad; lo que especifica es el objeto (el bien, sea real o aparente), y quien ejerce la acción de querer es sólo la voluntad. Por lo tanto, el entendimiento mueve a la voluntad en el orden de la especificación, porque le propone objeto (especifica su acto). Sin embargo, la voluntad pasa al ejercicio porque quiere (queremos porque queremos, libremente) y, en el orden del ejercicio, la voluntad mueve al mismo intelecto y a todas las demás potencias. Voluntad y deseos sensibles. El apetito sensible, los deseos, tienen por objeto algún bien singular, conectado con las necesidades orgánicas; la voluntad, en cambio, originada en la inteligencia, trasciende todo lo singular y concreto. La voluntad ama la bondad, y este atributo se identifica con la entidad o el ser; todo lo que existe es, en algún sentido, bueno. De manera que el horizonte de la voluntad es ilimitado; quiere el bien sin límite, el bien universal, en absoluto; capta la razón de bondad en cosas concretas, pero éstas no serían queridas si no presentaran la razón de bondad, al ser juzgadas más o menos acordes con la razón universal de bondad. En suma, la voluntad que definimos como «apetito racional» se especifica por el acto de querer, el cual tiene por objeto al bien conocido en absoluto, es decir, a la bondad existente en las cosas y que, en abstracto, es una perfección o fin que atrae sin límite. Justamente por este carácter abstracto o ilimitado de su objeto natural, el bien como tal, la voluntad ama las cosas buenas (en parte buenas, en parte no lo bastante buenas) porque delibera y elige, esto es, quiere los bienes finitos libremente, con elección. Es propio de la voluntad el carácter de facultad superior, tanto que, sin la razón, el ejercicio de la voluntad es imposible; por eso, cuando falta conocimiento o advertencia racional, falta también voluntariedad. Los deseos son movidos por las cosas externas (son pasiones), la voluntad en cambio mueve a todas las otras potencias del alma: activa o paraliza las facultades sensibles y el mismo intelecto que, si es aplicado, entiende, y si la voluntad no lo aplica a entender (atendiendo) no entenderá. La emotividad se corresponde con la dimensión pasible del hombre, común a los entes naturales (nos influyen la gravitación, la luna, las estaciones del año, toda clase de factores externos que afectan a nuestros órganos), por la emotividad el ser humano es sujeto pasivo de las fuerzas del cosmos; por la voluntad, en cambio, el hombre es eminentemente dueño. Toda capacidad de dominio externo es, antes que nada, capacidad de auto-dominio, y toda capacidad de dominio manifiesta el señorío y libertad del querer. Por ser capaz de autodominio, es capaz de dominar el influjo de los astros: el hombre es, por naturaleza, el señor de las estrellas. De este modo tan sugestivo se expresaba, en relación a la voluntad, un antiguo pensador cristiano de la era patrística (ss. II-VII d. C.) El objeto de la voluntad (la razón formal de bondad) resulta desdoblarse en dos: los bienes externos y los actos interiores, que pueden ser: actos elícitos, o actos de la propia voluntad que dirige sus actos, y actos imperados, o actos de las demás facultades, dirigidas o movidas por la voluntad. Deseo de felicidad y elección En la voluntad radica el deseo natural de felicidad, propio de todo hombre, así como la capacidad de elegir entre bienes finitos. En la filosofía creacionista aquel principio que Aristóteles había denominado finalidad, obtiene la mayor universalidad: todos los seres existentes están ordenados a un fin por el Creador. Este orden al fin no es nada diferente de su naturaleza (physis), es «la esencia en cuanto principio de operaciones». El obrar manifiesta el ser, y de él deriva; pero el obrar se ordena a un fin, pues observamos que cada naturaleza posee una forma de obrar específica, constante. ¿Cuál es la naturaleza de la voluntad? La pregunta equivale a esta otra: ¿cuál es la inclinación natural de la voluntad? ¿Qué queremos de forma primera, natural? La filosofía tradicional distingue, en atención a esa pregunta, entre voluntas ut natura, la voluntad como apetito natural (de la razón) y voluntas ut ratio, o voluntad como facultad deliberativa, discursiva o racional, que elige. La voluntas ut natura quiere, de forma natural y necesaria, el bien en común o, mejor dicho, la razón formal de bondad donde quiera que se encuentre. Queremos, en cambio, de manera electiva y libre los bienes particulares, que realizan aquella razón formal de bondad en mayor o menor grado. Por eso, la naturaleza de la voluntad es la inclinación al bien en absoluto, la orientación a la felicidad como fin último de la existencia. Los bienes (particulares) son queridos en la medida en tanto que conocemos que realizan de alguna manera aquella razón formal. Nada puede ser querido en cuanto mal o malo, porque el objeto de la voluntad es el bien. La voluntad tiene, en suma, esta doble dimensión: es voluntad natural en referencia al fin, y es voluntad electiva (deliberativa) en referencia a los medios. Nadie delibera sobre el fin, sino sobre los medios. Bajo la óptica existencial, fin sólo lo es el fin último, los fines que son queridos –a su vez– como medios, esto es, como buenos para otra cosa, no son buenos absoluta sino secundaria y derivadamente: son bienes o fines porque llevan a la consecución de un fin más alto. Los medios participan de la bondad del fin al que sirven, todo su atractivo deriva del fin; por ellos mismos, los medios no pueden ser queridos; por eso, se debe llegar a un fin que sea último, esto es, querido por sí mismo y no por otra cosa o, lo que es lo mismo, que no sea medio para nada. Decimos que todos quieren de modo natural este fin último de la vida, y que este querer natural es el «deseo de felicidad». Toda la dinámica vital se explica por esta tendencia a la felicidad; pero la inclinación natural a la felicidad no es libre y no se elige; ella supuesta, toda cosa presenta algún interés o relevancia vital en cuanto ordenada a la felicidad. En todos los bienes limitados buscamos y amamos la posesión del Bien sin límite, nuestra felicidad. La aspiración a la felicidad es natural; la naturaleza de la voluntad (y de la razón) humana se expresa en esta inclinación espontánea, del mismo modo que la naturaleza del fuego en quemar, lucir y subir, o la de la piedra en pesar hacia abajo. Pondus meus, amor meus, escribió San Agustín, «mi peso es mi amor», porque en la Naturaleza toda cosa pesa, o gravita, hacia un fin natural. Este pondus u ordenación no es, por lo tanto, impuesto ni extrínseco en modo alguno, no «violenta» la naturaleza, puesto que la violencia es una fuerza extrínseca (impuesta desde fuera) que mueve a una naturaleza contrariando su movimiento natural, pero sin conferirle ninguna nueva capacidad para obrar por sí misma. Lo que hace violencia a una naturaleza es, por el contrario, lo que impide su inclinación; por eso, es contrario a la naturaleza humana el intento de sofocar o suprimir esta inclinación natural de la voluntad al Bien absoluto y sin límites. Lo anterior plantea una cuestión del mayor interés vital. ¿No es acaso evidente que ese bien sin límite, objeto de la tendencia voluntaria, es Dios? En consecuencia, resultará evidente la existencia de Dios, mediante el solo análisis de las facultades superiores. Liso y raso: el hombre tiene a Dios por fin último o a la nada; todo lo demás serán medias tintas y las componendas de la inautenticidad. Es el argumento por el deseo natural de felicidad (Cf. cap. 8, III), un argumento de gran resonancia humana. Sin embargo, se debe distinguir todavía entre la felicidad en sentido subjetivo y la felicidad objetiva. En el primer sentido significa la posesión del bien capaz de colmar de gozo y descanso las potencias superiores del alma, el intelecto y la voluntad. En el segundo sentido, significa el bien en sí mismo. Falta, por tanto, demostrar que sólo el bien infinito y eterno es el objeto adecuado de nuestro deseo natural de felicidad, y que este bien es asequible para el hombre. Aristóteles reconoció que sólo Dios era un bien adecuado a la inclinación del apetito racional, sin embargo consideró que tal bien no era asequible. Dios dista infinitamente del hombre en perfección y no hay operación finita capaz de poseerlo. Visto el asunto desde el paganismo antiguo, sólo Dios podía ser la felicidad del hombre, pero el hombre sólo podía contemplarlo desde lejos, inadecuadamente, en la especulación teórica; poseer a Dios no es una operación humana, sino divina. El proceso del acto voluntario Antes de llegar a una acción determinada, la voluntad sigue un proceso. La razón mueve a la voluntad en el orden de la especificación, le presenta objetos. Recordemos el principio: nihil volitum, nisi praecognitum, nada es querido si no es previamente conocido. A su vez, la voluntad mueve a la razón en el orden del ejercicio; y no sólo a la razón, también a las otras potencias. El proceso se compone de los siguientes pasos, no siempre nítidamente distintos para la conciencia:  Simple aprehensión o concepción racional de un bien como bueno. A ella la voluntad corresponde con una simple volición (llamada también veleidad), esta es una volición todavía ineficaz. La veleidad es un querer indeterminado, una especie de «querer sin querer».  Deliberación, es un razonamiento que aprecia si aquel bien es asequible, así como los medios conducentes. De este modo, la voluntad ha movido a la razón ya antes de intentar el fin. La intención del bien, por su parte, es ya un querer determinado y libre, aunque todavía ineficaz, pues cuando intentamos un bien no hemos comenzado aún a poner los medios.  Razonamiento prudencial, en el que la razón considera los medios y su proporción al fin, así como la calidad de los mismos (si son útiles, lícitos, etc.); por fin, la voluntad ejerce la decisión o elección, acto con el que concluye el proceso y se autodetermina a querer. Si la decisión no interviene, la razón sigue considerando, sin decidirse.  Ejecución. Como consecuencia de la elección, la voluntad pone los medios aptos para el fin intentado y elegido. Ahora actúa con imperio, es decir, moviendo a todas las otras potencias para que el fin intentado sea logrado. La perseverancia es el hábito de la voluntad imperante en orden a un fin; sin ella, la intención no se consuma, la libertad decae y, en la práctica, deviene ilusoria (simple sucesión de veleidades).  Gozo es el descanso en el fin, cuando éste ha sido logrado. El gozo es propio de las decisiones acertadas y las voluntades perseverantes en la labor de poner medios en orden a un fin. El proceso voluntario descrito es el de una decisión correcta y llevada a término con perseverancia y éxito. No siempre es así, en ocasiones se yerra al elegir, en otras ocasiones la voluntad intenta el bien correcto, pero incorrectamente, es decir, quiere el fin pero no llega a poner los medios y, por eso, no alcanza el gozo del descanso en el bien. La voluntad no es infalible, la razón tampoco. Podemos errar tanto en el propósito del fin como en su ejecución. No sólo hace falta haber elegido bien, también se precisa perseverancia. Por eso, es importante tomar en consideración que el proceso voluntario no queda cerrado nunca con una sola elección, una sola acción o un solo proceso de deliberación y medios (puestos u omitidos); es posible y conveniente un tramo más: el proceso de rectificación del acto voluntario. El error puede residir en el intento, que es irreflexivo, precipitado, y necesita una más madura deliberación. Aquí entra la experiencia, para corregir. El error puede estar también en la ejecución, que hayamos puesto medios inadecuados, técnica o moralmente, o que los hayamos dejado de poner. Por tanto, la rectificación del acto voluntario puede ser: 1) Rectificación del acto elícito, cuando el propio acto de la voluntad (intención o elección) ha sido irreflexivo, inadecuado, inmoral, etc. La rectificación consiste en rectificar la intención del acto. No suele ser preciso actuar de nuevo, basta con volver a querer lo mismo, pero ahora por el motivo correcto o en orden a un fin digno y bueno. 2) Rectificación del acto imperado, de la voluntad sobre otras potencias. Se trata de hacer de nuevo una acción errada. Es preciso volver a elegir, volver a imperar a las potencias ejecutivas, obrar de nuevo y rectificar con la nueva acción la naturaleza y efectos de la anterior. La utilidad, el placer y el amor humano El acto de la voluntad es amor, querer es amar. Como sucede con todos los conceptos importantes, «amor» es una palabra que acepta diversas significaciones. Existeamor natural, como en el caso de la planta que ama la luz; hay amor sensible o deseo, como en quien ama el dinero o el vino; en fin, el amor se dice con mayor propiedad de las personas, como amamos a los padres o a los amigos. ¿De cuáles y cuántas maneras podemos amar? Aristóteles formuló una interesante respuesta para esta pregunta. Puesto que los actos se especifican por sus objetos – dice–, hay diversidad de amores, porque hay diversidad de bienes. En todo caso, no obstante, el objeto del querer es el bien. Se pueden distinguir tres tipos de bien: el placentero, la utilidad y la amistad. Según el filósofo de Estagira, en estos tipos de bien se incluyen todos los demás; luego el bien puede significar: 1) gozo, bienestar o placer; 2) utilidad, o 3) benevolencia o bien para alguien, para una persona. Esta división reconoce que el placer es un bien, no es un mal. También observa que la utilidad es buena, constituye de hecho todo un universo de bienes: los útiles, los bienes culturales, diríamos hoy. En fin, las cosas son amadas para las personas, no por ellas mismas, sino en cuanto son para alguien. El amor de benevolencia, o amistad, que significa querer el bien para alguien, es la razón de ser de los dos anteriores. Solamente la predilección o amor de benevolencia es amor en absoluto. En cambio, los otros amores son relativos, amamos los placeres o los útiles en relación a una persona: a nosotros mismos o a nuestros amigos. Con este criterio de clasificación de los bienes, Aristóteles determinó también el orden o prioridad del amor. Es evidente que existe un orden del amor; si las cosas o la complacencia en ellas no son bastante buenas por sí solas, sino más bien buenas para alguien, entonces el ser humano es el único bien que puede ser amado por sí mismo; y ello de dos maneras: amor propio y amor de predilección o amistad. IV. La amistad Descripción de la amistad La amistad –dice Aristóteles– puede ser considerada como un bien y fuente de otros bienes; porque los amigos socorren a los amigos en las necesidades y son la condición indispensable para el gozo de la vida, ya que, sin amigos, no se celebrarían fiestas ni juegos; el rico o poderoso, privado de amigos, no tiene a quién favorecer ni con quién compartir su gozo o alegría, de manera que la amistad vale más que la riqueza o el poder, éstos son queridos para ella. Además, la amistad es natural, como en los padres hacia los hijos, y en los hijos hacia los padres. También porque los hombres nos necesitamos: «puede verse en los viajes, escribe, cómo es familiar y amigo todo hombre para el hombre». La amistad socorre en la pobreza y es el único refugio en la desgracia. «Los jóvenes la necesitan para evitar el error; los viejos para su asistencia y como una ayuda que supla las carencias que la debilidad impone a sus actividades; quienes están en la flor de la vida, para las acciones nobles: “dos caminando juntos” están mejor capacitados para pensar y actuar». En fin, «la amistad mantiene unidas las ciudades», dice, y los legisladores le consagran más esfuerzos que a la justicia, porque la concordia social o consenso es una especie de amistad y «cuando los hombres son amigos, no hace falta la justicia, mientras que aunque sean justos necesitan todavía la amistad, y parece que son los justos los más capaces de amistad». Muchos son sus beneficios, mas la amistad es buena por sí misma: «Pero la amistad no es sólo algo necesario, sino algo hermoso. Efectivamente, alabamos a quienes quieren a sus amigos, y el hecho de tener muchos amigos se considera como una de las cosas mejores, e incluso identificamos en nuestra opinión hombres buenos y amigos». Las descripciones de Aristóteles suelen ser «modelos» del método realista de pensar. Ante todo, se debe lograr la definición, sin la cual todo el discurso sería inesencial y la ciencia se confundiría con la retórica; pero para llegar a definir antes se debe atender, observar y describir. La experiencia entrañable de la amistad entre quienes viajan juntos se entiende perfectamente hoy, pero en su tiempo era más profunda ya que el viaje era, para un griego, sobretodo el viaje marítimo, la experiencia de ir embarcado en la misma nave con otros. También continua siendo verdad que la mejor terapia para la tristeza o las preocupaciones es conversar, abrir el corazón a quien sabemos que nos escucha y no nos juzga fríamente, sino con comprensión. El amigo, escribe también Aristóteles, es aquel que se alegra de nuestro bien y se entristece por nuestros males (no es envidioso), hace el bien a su amigo y por esa razón sentimos amistad por los amigos de nuestros amigos. El amigo es firme y liberal, pronto a ayudarnos con su esfuerzo o recursos; pero no lo es quien vive a expensas de sus amigos, continua el Estagirita, sino de su trabajo. Y nos sentimos inclinados a la amistad de quien nos demuestra amistad, en especial de quienes son virtuosos y de aquellos que gozan de buena reputación ante todos, o al menos ante los mejores o ante aquellos que admiramos. Los amigos son también aquellos con quienes es agradable pasar e tiempo, porque tienen buen carácter: no critican nuestros errores ni son pleiteadores; saben apreciar las buenas cualidades de sus amigos, en especial aquellas que temeríamos no tener; los amigos no reprochan fácilmente nuestros errores ni los favores que nos han hecho. De hombres con estas virtudes quisiéramos ser amigos; y «de los que no son difamadores ni quieren saber nada de los defectos de los vecinos..., sino tan sólo de sus buenas cualidades, pues así lo hace el hombre bueno». Y añade: «En general, apreciamos a quienes aman mucho a sus amigos no los abandonan; y de entre los hombres buenos se estima sobretodo a quienes son buenos en la amistad. Y también a quienes no fingen con nosotros; y los tales son quienes nos confiesan incluso sus debilidades». Lealtad, sinceridad y, en fin, compañerismo, pertenecen también a la amistad, así como una cierta familiaridad que es la confianza. Y la producen cosas como la gratitud, hacer el bien sin que sea menester pedirlo y, una vez hecho, no hacerlo notar. Definición de la amistad La amistad es, en las páginas aristotélicas, una virtud atractiva y rodeada de toda una constelación de virtudes humanas bellas. Tras la aproximación descriptiva anterior, la definición que expresa la esencia del amor humano resulta natural: es el amor de benevolencia. Amar de manera preferente (eso significa «predilección»), sólo puede recaer sobre un bien amable; pero ya sabemos que el bien puede ser de tres tipos: lo que es bueno en sí mismo, lo agradable y lo útil. Pero «no utilizamos el nombre de amistad cuando se trata del afecto a cosas inanimadas, porque entonces no hay reciprocidad, ni se desea el bien del objeto (sería ridículo, en efecto, desear el bien del vino; si acaso, se quiere que se conserve, para tenerlo); en cambio, decimos que se debe desear el bien del amigo por el amigo mismo». Tenemos, en suma, que el amor de amistad es: una benevolencia recíproca, esto es, conocida y correspondida. La amistad es una especie del amor, y el amor se funda en el bien. Dejando aparte ahora el bien placentero y la utilidad, nos referimos a los bienes que son amados por ellos mismos, y esta estima se llama predilección, porque no es un amor cualquiera sino el amor per se, en absoluto. La benevolencia recíproca es la amistad. Pero eso se matiza añadiendo que la benevolencia es el inicio de la amistad, mas no aún la misma amistad, porque ésta le añade el mutuo conocimiento y la correspondencia, más el trato frecuente. Como el amor en general, también la amistad incluye tres especies: la de pura benevolencia, la basada en el placer y la fundada en la utilidad: «Tres son, pues, las especies de la amistad, en número igual al de las cosas dignas de afecto. En cada una de ellas se da una reciprocidad no desconocida, y aquellos que están animados de mutuos sentimientos de amistad quieren el bien los unos de los otros en forma correspondiente a cómo se aman». Finalmente, la piedra de toque para discernir la amistad es la duración, la «prueba del tiempo»: las amistades fundadas en el placer o en la mutua conveniencia se disuelven con facilidad, cuando los amigos cambian en algún sentido: «Así aquellos que se aman por interés no se aman por sí mismos, sino en la medida en que se benefician unos de otros en algo. Lo mismo sucede con los que se aman por placer: las personas frívolas no tienen afecto a otros porque sean de una índole determinada, sino porque les resultan agradables». Las amistades basadas en el interés político, o comercial, como las amistades infantiles, basadas en los juegos y pasatiempos, etc., se deshacen frecuentemente y con facilidad. No obstante, la verdadera amistad incluye el placer y la utilidad, aunque no se reduzca a ellos. Naturalmente los amigos socorren a los amigos y encuentran agradable su compañía, trato y conversación. Pero la amistades perfecta cuando se funda en la benevolencia y se da entre hombres buenos e iguales en virtud. Ahora, tales amistades son «infrecuentes», dice, porque hay pocos hombres así, y porque requieren tiempo y trato: «el deseo de la amistad surge rápidamente, pero la amistad no». La amistad se debe cultivar; lo cual supone la frecuentación del trato, la convivencia, pasar tiempo juntos, hacer cosas juntos y conversar; en una palabra, la comunicación. Porque «la falta de trato ha deshecho muchas amistades», dice Aristóteles repitiendo un refrán de su tiempo. Pero la compañía mutua no es fácil sin ser recíprocamente agradables y hallar gusto en las mismas cosas o asuntos. Por eso la afinidad o similitud, mucho más que el contraste o la desemejanza, en el ser y en las inclinaciones, es la causa principal de la amistad. Acabamos este capítulo, pero retengamos algo que será de enorme ayuda a la hora de abordar la filosofía social y la filosofía moral; en efecto, de todos los afectos el más humano y profundo es el amor de amistad, o amor de persona. Ahora, lo que causa y conserva el amor entre personas es la comunicación.