A la tierra que te mostraré

18 Jul, 2018 | Cultura vocacional

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SALIR

“Sal de tu tierra y de tu patria y de la casa de tu padre a la tierra que yo te mostraré… Marchó, pues, Abram, como se lo había dicho Yahvé” (Gn 12, 1. 4a).

Nómada, peregrino, errante… buscando la patria, el hogar prometido por Dios, Abram sale de su casa y se pone en camino hacia un lugar desconocido, fiado en Dios.

El orante, el creyente ha de ser, por definición, un buscador, un peregrino. ORAR es, ante todo, buscar la voluntad de Dios sobre la propia vida. La fe es una aventura, una peregrinación, un riesgo.

La oración de Abraham no es de palabras, sino de gestos y acciones en las que demuestra su fe. Su valor está en lo desconocido de Dios. Desconoce a Dios, al que denomina “El Shaddai”, Dios de las montañas. Se convierte en descubridor de Dios por su fe. Estaba solo. La historia de la fe en Yahvé comienza prácticamente con él.

Dios es para él terreno no desbrozado, no andado y, por eso mismo, su vida se convierte también en algo insospechado, arriesgado. Todo el futuro de Abraham pende de un acto absoluto de fe. La fecundidad de su vida y de su posteridad arrancan de su fe y se asientan en la promesa y fidelidad de Dios.

La fe cambia toda su vida y consiste en poner toda su historia en manos de Dios. Cuando la fe es dar a Dios lo que sobra, algo superfluo, unas migajas de obligado cumplimiento, cuando la vida está a salvo y Dios se mantiene en la raya fronteriza que le hemos marcado, cuando Dios es un recurso de emergencia y la fe no roza la vida, no cambia la vida, no cuesta vida, esa fe no nos llevará, como a Abraham, a descubrir el rostro fascinante de Dios, a comer amigablemente con la Trinidad.

Abraham nos enseña que tener fe es atreverse a salir fiados sólo en Él. No es conocer o recitar verdades, sino jugarse la vida por aquél o aquellos a quienes se ama, fe es una manera de vivir, un estilo de estar en la vida. Y crece cuando en los momentos cruciales nos atrevemos a SALIR de nuestra tierra, de la casa paterna, esto es, de nuestras seguridades paralizantes, para anclarnos en la única seguridad que será capaz de llevarnos a alta mar, la de los pobres de Yahvé que sólo esperan en Él la salud y la plenitud.

Salir es responder a la llamada de Dios. La iniciativa la tiene Él. Salimos no caprichosamente, sino tocados por Él. Ponerse en camino es ir al paso de Dios. Y Dios llama siempre enamorando la vida.

Salir obliga a soltar lastre, a desembarazar lo que ata, a dejar lo superfluo. El nómada no puede llevar muchas cosas, sólo se es peregrino del Absoluto, ligero de equipaje.

Al abandonar nuestros nidos de seguridad y echar a volar lo hacemos fiados en su Palabra: “No temas, yo estaré contigo”. Su fidelidad y su promesa son la única seguridad.

Santa Teresa decía que “oración y regalo no se compadecen”; añadimos que oración y pereza, oración y asentamiento no se sufren. Orar supone estar abierto a Dios hasta el punto de poder cambiar, no sólo de sitio, sino de actitud, de ideas, de costumbres…

En otro momento (Gn 22), Yahvé pide a Abraham el sacrificio de su único hijo; y vuelve a demostrar una fe absoluta, poniendo en manos de Dios lo más amado para él. El mismo Dios que le ha prometido una descendencia como las estrellas del cielo, le pide ahora la vida del que puede hacer realidad esa promesa, su único hijo. Ante esta actitud (“levantóse de madrugada… se puso en marcha hacia el lugar que le había dicho Dios” -Gn 22, 3-, se dispuso a ejecutar la orden de Dios, pero, El mismo se lo impide…). El Ángel de Yahvé se deshace en bendiciones; parece que la fe de Abraham hubiera tocado lo más hondo del corazón de Dios; la confianza en Él lo vence.

Sin entrar en un comentario amplio de este relato, se nos muestra que el SALIR del capítulo 12 (“Sal de tu tierra…’), no se refiere sólo a una acción puntual, sino a una actitud vital. La fe no vive de rentas, hay que salir constantemente al encuentro de Dios, eso es amor. La leña de ayer, los gestos y detalles de ayer no mantendrán el fuego de mañana. La vida de Abraham fue salir al encuentro de su Amigo, el Dios de las montañas, de Él se fió hasta la locura y la insensatez, movido por amor. Cada vez que Dios le había buscado, allí estaba Abraham abierto a la escucha, dispuesto siempre a obedecer y a caminar en la presencia de su Dios con absoluta integridad.

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