Venimos al mundo con un libro en blanco y un cronómetro con una cuenta
atrás que sabemos cuándo comienza, pero no cuándo termina. Poco a poco, vamos aprendiendo lo básico para sobrevivir y supervivir en lo que va a ser nuestro hogar.
Y para ello comenzamos a imitar lo que tenemos alrededor. Empezamos a
sonreír, gesticular, hablar y caminar por el suelo y por la vida con el alma
limpia y las rodillas sucias.
Vivir es aprender, unas veces con esfuerzo, otras con una fuerza que ni
siquiera creíamos tener y otras sin apenas darnos cuenta. Aprendemos a
vivir, que no es lo mismo que estar vivo; a sacar conclusiones que
olvidaremos aplicar o que se quedarán grabadas a fuego, aprendemos a
olvidar para dejar sitio a recuerdos nuevos. Y aprendemos también a base de errores, de tropiezos y caídas. Tropezamos tantas veces con la misma
piedra…
Y tropezamos cuando volvemos a priorizar, por ejemplo, el pan y circo de la
pelota mientras otros se enfrentan a pecho descubierto para que este partido lo siga ganando la vida por goleada. Quizá tu cántico suene a lamento cuando la vida te tatúe, entre otras, la palabra cáncer en la piel y quieras entonces cambiarte de equipo.
Ese camino nos conduce, como mucho, a una verdad huera y a una vida
intransitiva.
Pero hay otro camino. Un camino que nos lleva hacia la verdad que te
alimenta y a la vida con raíces.
Por eso quisiera que empezáramos ya a escribir en estos días nuestra carta a los reyes magos. Y así, escribiéndola quizá podamos ver cuánto nos queda de esperanza para no terminar una vez más con el alma atada.
Ojalá esa carta se parezca mucho a aquella de un amigo mío que no dudó en dejar al lado la pelota de turno, pues ya no quería ser “guapo y famoso”.
Había unas vidas más atractivas. Y quería vivirlas.
Por eso quiso pedir fonendos con los que escuchar mejor el agradecimiento de los que están malitos y termómetros para medir la calidez de la sonrisa de buenos días.
Pedía también anaqueles bien surtidos de frascos con vitaminas de
esperanza, ambulancias que recorran el pasillo con su sirena cantando
canciones de cuna y fregonas y bayetas que le saquen al suelo, a la nevera y al lavabo destellos de afecto.
No podían faltar camiones con palets de latitas que lleven en conserva
nuestros abrazos retrasados y por supuesto cajas registradoras de las que
imprimen tickets de buenos deseos, puestos de mercado y mostradores de
comercio con cámaras para mantener sin fecha de caducidad los aplausos de aliento, y tiendas de campaña coloreadas de camuflaje que custodien la
cotidianeidad de nuestras pequeñeces.
Y no podían faltar tractores cuyas rejas acaricien la tierra dejando a su paso surcos de dulzura, ni acequias de fibra óptica que reverberen con el fluir del brillo de nuestras miradas cuando están lejanas; también habría en esa carta morrales repletos de cartas con miles de te echo de menos, alforjas con pedidos urgentes y normalitos de cariño, y mochilas de reparto que lleven los cientos de manos estrechadas y de besos que estamos guardando para cuanto todo esto pase.
Quizá ese camino, entre el más allá del yo y el más acá del tú, ahí,
precisamente en el nosotros, en ese lugar donde Dios y el hombre se
encuentran, nos conduzca hasta la verdad y la vida transitiva.