Glorifica al Señor, Jerusalén;
alaba a tu Dios, Sión:
que ha reforzado los cerrojos de tus puertas,
y ha bendecido a tus hijos dentro de ti;
ha puesto paz en tus fronteras,
te sacia con flor de harina.
Él envía su mensaje a la tierra,
y su palabra corre veloz;
manda la nieve como lana,
esparce la escarcha como ceniza;
hace caer el hielo como migajas
y con el frío congela las aguas;
envía una orden, y se derriten;
sopla su aliento, y corren.
Anuncia su palabra a Jacob,
sus decretos y mandatos a Israel.
(Sal 147)
Todos sabemos que es de buena educación darle las gracias a quien nos hace un regalo. No obstante, con frecuencia olvidamos agradecerle a nuestro Padre celestial todo lo que nos obsequia cotidianamente.
¿Qué regalos nos ha dado Dios? ¡Todo! La vida, los amigos, el maravilloso mundo que nos rodea. Hasta la dicha más sencilla que experimentamos proviene de Él.
Detenernos a reflexionar en todo lo que Dios nos ha obsequiado nos mueve a alabarlo y a ser más agradecidos con Él.
Surge, sin embargo, la pregunta: ¿De qué modo podemos darle las gracias? Quizá no sabes manifestar esa gratitud a Dios. A lo mejor consideras que te falta elocuencia. No te desanimes. Dios no espera que nuestras acciones de gracias sean modelos de fluidez, ni pretende que empleemos ciertas palabras en particular. Él se deleita en oír las sinceras expresiones de agradecimiento que nos brotan del alma, en lenguaje excelso o sencillo, con frases fluidas o entrecortadas, sean muchas o pocas nuestras palabras. Dios ve la alabanza que nos nace del corazón y la traduce en encantadoras melodías.