En cierta ocasión, como sucedió a los primeros discípulos, todos nosotros nos encontramos con el Señor y escuchamos su invitación: «Sígueme». Tal vez al inicio lo seguimos con vacilaciones, mirando hacia atrás y preguntándonos si ese era realmente nuestro camino. Y tal vez en algún punto del recorrido vivimos la misma experiencia de Pedro después de la pesca milagrosa, es decir, nos hemos sentido sobrecogidos ante su grandeza, ante la grandeza de la tarea y ante la insuficiencia de nuestra pobre persona, hasta el punto de querer dar marcha atrás: «Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador» (Lc 5, 8).
Pero luego él, con gran bondad, nos tomó de la mano, nos atrajo hacia sí y nos dijo: «No temas. Yo estoy contigo. No te abandono. Y tú no me abandones a mí». Tal vez en más de una ocasión a cada uno de nosotros nos ha acontecido lo mismo que a Pedro cuando, caminando sobre las aguas al encuentro del Señor, repentinamente sintió que el agua no lo sostenía y que estaba a punto de hundirse. Y, como Pedro, gritamos: «Señor, ¡sálvame!» (Mt 14, 30). Al levantarse la tempestad, ¿cómo podíamos atravesar las aguas fragorosas y espumantes del siglo y del milenio pasados? Pero entonces miramos hacia él… y él nos aferró la mano y nos dio un nuevo «peso específico»: la ligereza que deriva de la fe y que nos impulsa hacia arriba. Y luego, nos da la mano que sostiene y lleva. Él nos sostiene. Volvamos a fijar nuestra mirada en él y extendamos las manos hacia él.
Dejemos que su mano nos aferre; así no nos hundiremos, sino que nos pondremos al servicio de la vida que es más fuerte que la muerte, y al servicio del amor que es más fuerte que el odio.
La fe en Jesús, Hijo del Dios vivo, es el medio por el cual volvemos a aferrar siempre la mano de Jesús y mediante el cual él aferra nuestra mano y nos guía. Una de mis oraciones preferidas es la petición que la liturgia pone en nuestros labios antes de la Comunión: «Jamás permitas que me separe de ti». Pedimos no caer nunca fuera de la comunión con su Cuerpo, con Cristo mismo; no caer nunca fuera del misterio eucarístico. Pedimos que él no suelte nunca nuestra mano…
Tomado de [SANTA MISA CRISMAL
HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Basílica de San Pedro
Jueves santo 13 de abril de 2006->http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/homilies/2006/documents/hf_ben-xvi_hom_20060413_messa-crismale.html]