Por las noches, a muchos les gusta mirar a las estrellas. Sobre todo cuando están en el campo. Allí consiguen verlas. En la ciudad o cuando hay nubes no se las ve. Pero todos saben que están allá arriba. Son fieles a su ronda nocturna cotidiana. No necesitan contemplarlas para saber que son infinitas… y que embellecen las noches con su tímido parpadeo. En las noches nunca hay oscuridad total. Hay estrellas. Epifanía habla de una de ellas. Fue la que persiguieron aquellos magos anónimos en su extraordinaria aventura nocturna. No fue una estrella cualquiera.
- Ésta no brillaba con luz propia como hacen todas. Era reflejo de otro sol mucho más resplandeciente: El Sol que nace de lo Alto. Ella solo hacía de espejo para reflejar la luz. La estrella de los magos era desprendida. No se adueñó para sí de aquella luz. Si la estrella se encendió o no en el cielo no lo sabremos con exactitud. Lo que sí sabemos es que se encendió en el corazón de aquellos sabios. Y que supieron verla.
- Era una estrella muda. Las estrellas no hablan porque no lo necesitan. La de Epifanía tampoco. Mostró el buen camino sin señalar con el dedo (como el Bautista), sin decir palabra (como los profetas), sin ángeles (como los que visitaron a María, a José, o a los pastores). Aquella estrella no explicaba nada a los magos. Solo les hacía guiños con sus ojos invisibles. Les insinuaba lo único que necesitaban: dirección. A ellos les bastó con eso.
- La estrella no deslumbraba. No encandilaba como el sol que ciega. Sus destellos más bien seducían. Con el hipnotismo de su parpadeante luz pudo poner en movimiento a aquellos sabios desde Oriente. Les hizo saltar desde su zona de confort en Oriente hasta el humilde portal de Belén. No apremió con empujones ni a base de gritos. Bastó la suavidad de su luz intermitente para ponerlos en marcha.
- Se escondía y aparecía. Aquella estrella era revoltosa y vivaracha. Experta en el juego de aparecer y desaparecer; sabía camuflarse ante los poderosos de este mundo, satisfechos y arrogantes. A ese tipo de estrellas sólo las descubre quien busca. San Juan Crisóstomo lo dijo con una frase atrevida pero exactísima: No se pusieron en camino porque hubieran visto la estrella, sino que vieron la estrella porque se habían puesto en camino.
- Y, al final, se paró. Su inmovilidad señaló la meta: una Madre con un Hijo recién nacido. Cuando los magos llegaron allí descubrieron que no era Dios quien se equivocaba, sino ellos imaginándose a un Dios solemnísimo y pomposo. Si Dios existía, tenía que ser “aquello”, aquel pequeño amor, tan débil como ellos en lo más hondo de sí. Y en aquel mismo momento se dieron cuenta de dos cosas: de que eran felices, y de que hasta entonces no lo habían sido nunca.
Que en esta Epifanía, el Dios bueno que “cuenta el número de las estrellas y a cada una llama por su nombre” (salmo 146) ponga una de ellas en nuestras familias. Y que al llevarnos ante Jesús Niño, podamos entender que sólo cabe una postura coherente: adorarle cayendo de rodillas.
Juan Carlos cmf