Otra vez me tienes aquí de vuelta al aula escolar, Señor… Las vacaciones veraniegas han sido un buen respiro para ponerme al día con mis libros, pero la verdad es que he extrañado a los alumnos durante estos tres meses.
¿Por qué los siento tan «míos» a esas chicas y muchachos que Tú, Señor, pones cada año en mis manos?
Los dos sabemos la respuesta: esto que yo siento es «vocación», algo tan natural e innato que no se puede vivir sin satisfacerlo. Vocación o llamada, inclinación o exigencia íntima, ideal o razón de una existencia… el nombre poco importa; lo que importa es sentirlo y, sobre todo, vivirlo.
¿Por qué me gusta ser profesor? ¿Te lo tengo que contar a Ti, Señor, que fuiste quien me dio esa vocación? Tú lo sabes, pero déjame que te lo diga: me gusta, me fascina la profesión de la enseñanza, porque me parece lo más grande que puede hacerse en la vida. Además de en mis hijos, Señor, son centenares y quizás millares de hijos en los que he dejado ya algún rasgo de mi vida. Los alumnos no me llaman padre, solamente me dicen «profe», pero para mí esa palabra encierra tanto cariño, tanto respeto y confianza de su parte, como cuando mi hijo me dice «papi».
Educar, una palabra, una palabra tan preñada de contenido, pero tan poco comprendida… Educar, es decir, descubrir y explorar los filones de riqueza con que Tú, Señor, has enriquecido a cada ser humano, riquezas que en la mayoría de los casos permanecen enterradas, inexplotadas, porque faltó la mano amiga que nos ayudara a descubrirlas. Educar, sinónimo de instruir, pero mucho más amplio y profundo, porque abarca además la formación de la personalidad del educando en las variadas vertientes de la efectividad, del carácter, de la voluntad, de los criterios y actitudes ante la vida.
Es tan amplia, tan hermosa, Señor, nuestra tarea, que a veces con cierta vanidad siento mi profesión como una tarea muy similar a la de tu papel de creador. Ojala pueda yo, y lo mismo pido para todos mis compañeros, cumplir con esta tarea tan fascinante de ser «ingenieros» de las mentes y de los corazones de esos alumnos que sus progenitores nos confían para llevar a cabo junto con ellos, la tarea de la educación.
A veces, Señor, los alumnos me llaman «maestro»… Es un apelativo que a mí me da cierto reparo escucharlo. Para mí el único «maestro» de verdad fue tu Hijo, Cristo. Sólo El pudo presentarse ante los hombres como «camino, verdad y vida». Yo como «profe» me contento con ser una flecha que señale la dirección hacia ese CAMINO, hacia LA VERDAD, hacia LA VIDA.