¿Y si yo hubiera estado allí?

27 Mar, 2013 | Formación Teológica, Palabra de Dios

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Se trata de seguirle la corriente al como si presente me hallare… de san Ignacio y acercarnos así a las narraciones sobre los acontecimientos finales de Jesús. Los personajes que aparecen en ellas y sus reacciones son un espejo en el que podemos mirarnos y reconocernos, si estamos dispuestos a aceptar que en ellas «se habla de nosotros».

Empezamos a contemplarlos/nos partiendo en primer lugar al corazón: en ese núcleo de la persona veremos dos tipos de actitudes: la desmesura o el cálculo. Si miramos los pies (los suyos y los nuestros) como expresión de la manera de actuar y comportarse, observaremos dos reacciones: la huída o la permanencia.

Tomamos distancia para reflexionar sobre los distintos personajes:
Vemos a los calculadores que se quedan siempre ‘más acá’, no se atreven a transgredir límites, deciden permanecer en lo razonable y lo sensato y, desde ahí, califican de locura lo contrario. Pertenecen al gremio aquel chaval al que Jesús invitó a seguirle (Mc 10, 20-22) pero él echó cuentas sobre lo incómodo e imprevisible que iba a resultarle caminar junto a semejante Maestro y se volvió a su casa con su tablet recién comprado, su iPhone de última generación y su apetitoso Erasmus en perspectiva. Y aunque se quedó con todo y no cometió la locura de emprender una vida a la intemperie, sus cálculos y previsiones no fueron capaces de protegerle de una tristeza rarísima que se le había instalado en el corazón.

También Nicodemo, a quien Jesús propuso ‘nacer de nuevo’: eso a él le pareció absurdo e imposible (Jn 3,3-4)y el escepticismo tiró de él para tenerle del lado del sentido común,de lo inmóvil, lo viejo y lo que siempre se había hecho.

En las vísperas de la pasión, los que compartían cena en casa de Simón el fariseo vieron a aquella mujer que rompía su frasco de perfume para ungir a Jesús y se echaron las manos a la cabeza: qué desperdicio, qué extravagancia, qué insensatez. Con seis millones de parados ¿no hubiera sido mejor gastarse ese dinero en dar de comer a una familia? Y es que la estrechez de su mente les impedía captar la belleza de aquel gesto de derroche (Mc 14, 3-4).

La mujer era del otro grupo, el de los desmesurados, el de los que se dejan guiar por la extraña lógica que nace del amor y dejan atrás prudencias, medidas o previsiones.

Así era también Zaqueo, tirando por la ventana sus cuentas corrientes y dejando en adelante en números rojos la totalidad de su vida: «Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres y, si en algo he defraudado a alguien, le devolveré cuatro veces más» (Lc 19, 8)…

Y también aquella viuda pobre que entregó a Cáritas lo que le quedaba de su pensión, todo lo que le tenía para acabar el mes (Mc12,44). Y en cada una de esas situaciones, Jesús se pone de su parte, expresa su admiración, califica de bueno y precioso lo que han hecho. Y es que él era el Gran Desmesurado, el Derrochador, el Insensato, el que nunca supo de cálculos ni de medidas ni de reservas.

Dirigimos ahora la mirada a los fugitivos, a los discípulos de Jesús que empezaron ya a huir cuando se resistieron entender que su Maestro fuera a sufrir y que subiera a Jerusalén (Mc 9, 32). Pedro, tratando de convencer a Jesús de que se alejara de ese camino (Mc 8,31-32) y negándole después (Mc 14, 66-72); los otros, dormidos en Getsemaní como un recurso más o menos consciente para desentenderse y evadirse (Mc 14, 37) y huyendo en el momento del prendimiento (Mc 14, 50). No es de extrañar que, ante la imagen desfigurada del Servidor sufriente (Is 52,13-53,12) y ante los que hoy siguen ‘desfigurados’, la reacción espontánea es la de ‘espantarse’, ‘despreciarlos’, ‘evitarlos’, ‘taparse la cara’, escapar.

Jesús que lo sabía, había hablado muchas veces de permanecer: «Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas» (Lc 22, 28); «Permaneced en mi amor…» (Jn 15, 4.7.9.10); «Permaneced aquí y velad conmigo»(Mt 26, 38). Y es esa actitud la que revela que el verdadero discípulo permanece junto al Maestro también en el momento de la prueba más dura: «Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María de Cleofás y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y al lado al discípulo que tanto quería…» (Jn 19, 25-26). «Estaban allí mirando a distancia algunas mujeres, entre ellas María Magdalena, María, madre de Santiago el menor y de José y Salomé, las cuales, cuando estaba en Galilea, lo habían seguido y servido; y otras muchas que habían subido con él a Jerusalén» (Mc15, 40-41).

Fueron discípulos y discípulas que mantuvieron fija en él una mirada que les permitía adentrarse en el misterio. Su permanecer era la etapa final de su seguimiento y, como en el relato de Bartimeo, su ver era sinónimo de su creer (cf Mc 14, 54).

Después de este recorrido, podemos acercarnos a Jesús desde la actitud de cualquiera de esos personajes, la que reconozcamos más cercana a la nuestra. Y pedirle que nos ayude a salir de nuestra tibia mediocridad, que nos familiarice con esos adverbios ‘tan suyos y de su gente’ como más, demasiado, siempre.

Tratamos de conocer internamente a qué actitud profunda responden esos gestos de desmesura o de permanencia, tanto en los personajes bíblicos como en nosotros, de qué manantial secreto de urgencia agradecida, de generosidad, de despreocupación por el propio yo han brotado. Dialogamos con cada uno de los personajes, les hacemos preguntas sobre sus sentimientos, les pedimos que nos cuenten cuál fue el camino que les llevó a ser así y a actuar así, para dejarnos seducir por su talante vital.

Dirigimos también nuestra mirada a tanta gente que hoy sigue viviendo de esa manera en tantos lugares del mundo, también cerca de nosotros. Nos alegramos de ello, los felicitamos desde lo más profundo del corazón. Sentimos orgullo de pertenecer a una humanidad y de una Iglesia en la que muchos hombres y mujeres viven fuera de sí mismos para entregarse a otros y siguen siendo capaces de traspasar límites.

Posiblemente, al acercarnos hoy nosotros a la pasión de Jesús, no alcancemos a hacer nada más que esto: no huir, romper el frasco de alabastro de nuestros cálculos, permanecer pobre y silenciosamente a su lado, dejar que la desmesura de su amor encienda la nuestra.

(Tomado de pastoralsj)

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