«Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera.» (Mt 11)
“Venid a mí”, bramó la tormenta,
invitándonos a adentrarnos
en su intemperie llena de posibilidades.
“Venid a mí”, dijo la luz,
alejando de nosotros
el temor a la sombra.
“Venid a mí”, propuso la esperanza,
convertida en caricia
para quienes andaban cansados y afligidos.
“Venid a mí”, exclamó la pasión,
prometiendo un nuevo fuego
al rescoldo de corazones que en otro tiempo ardieron.
“Venid a mí”, exigió la justicia,
herida –en las víctimas–
por tanta mentira dicha en su nombre.
“Venid a mí”, susurró el silencio,
mostrando, con los brazos abiertos,
una forma distinta de cantar.
“Venid a mí”, gritó la soledad,
cansada de deserciones y abandono.
“Venid a mí”, pidió el dolor,
ofreciendo su rostro herido
para que la compasión lo acunase.
“Venid a mí”, llamó el Dios de los encuentros.
Y fuimos. A veces vacilantes,
con toda nuestra inseguridad a cuestas.
Pero fuimos.
(J. M. R. Olaizola sj)